El concepto de crimen se hace más abstracto y permite ser el instrumento para el control de la sociedad.
A medio siglo de la llamada revolución de 1968, del “prohibido prohibir” y de los mensajes de liberación personal, choca ver a quienes se proclaman progresistas exigiendo que se criminalicen los piropos por la calle. Pedro Segura, el obispo que prohibió el baile “agarrado” en Sevilla, no se atrevió a tanto. Y, sin embargo, de la mano de las políticas identitarias podemos esperar un nuevo catálogo de comportamientos perfectamente legítimos convertidos en crímenes de leso progresismo.
Se puede decir que estas son las modas intelectuales del momento. Pero hay una cuestión fundamental en la tipificación de crímenes sin víctima, que es la misma concepción del derecho, y en particular del derecho penal. La aparición del derecho penal tal como lo conocemos ha permitido que se tipifiquen como crímenes acciones que no atentan contra el derecho de nadie, pero que se consideran inmorales o inapropiadas.
Murray Rothbard, en su libro Hacia una nueva libertad. El manifiesto libertario resume la situación de este modo: “Durante la Edad Media, la restitución a la víctima era el concepto dominante de castigo; sólo cuando el Estado se hizo más poderoso, las autoridades gubernamentales -los reyes y los señores- invadieron cada vez más el proceso de compensación, confiscando cada vez más propiedades del delincuente y descuidando a la desafortunada víctima. Y a medida que el énfasis pasó de la restitución al castigo por crímenes abstractos ‘cometidos contra el Estado’, las penas impuestas por el Estado al malhechor se hicieron más severas”.
Realmente es muy difícil resumir la situación de forma más efectiva. Pero nos vamos a acercar a las páginas de Una historia de la justicia, de Paolo Prodi, para obtener una visión más rica de cómo se produjo este cambio.
La realidad del derecho en la Europa de la Edad Media es compleja y abigarrada, de modo que si bien se mantenía la concepción antigua del derecho como restitución, también “permanece acotada la definición de crimen como una especie de pecado que es directamente nocivo a la sociedad en su conjunto”. De hecho, es esta concepción del crimen como pecado contra la sociedad la que permite que se inicie una concepción del derecho que desembocará en la creación del derecho penal. Pero será dentro de la Iglesia: “A propósito de la influencia de la Iglesia en la génesis del Estado moderno, nace el derecho penal público como uno de los sectores que sustentan la construcción del Estado; nace la pena en sentido moderno”.
Había algún tipo penal que ya anunciaba esa concepción moderna (aunque estamos hablando todavía de la Alta Edad Media) del derecho penal, como el crimen de lesa majestad. Pero la mayoría de los crímenes se definían en función de ataques o menoscabos de derechos específicos de una persona o una familia o clan. En el siglo XII, nos dice Prodi, “la mayor parte de los ilícitos se dejaba en el ámbito del derecho penal a institutos todavía informados por el derecho bárbaro, como el juicio de Dios, el suelo, la faida o las componendas entre grupos y los pactos entre las partes en pugna”.
Pero es entonces cuando en las ciudades comunales italianas “precozmente respecto del resto de Europa” se asientan por vez primera “las bases teóricas y prácticas de un sistema represivo penal conjunto y orgánico que apunta a castigar todos los delitos que en cuanto tales constituyen una lesión al orden social, porque es interés públicos que los crímenes no permanezcan impunes”.
Y es aquí cuando se produce el cambio fundamental, que describe el mismo autor: “Sobre esa base se afianzarán los testimonios y las pruebas como elementos cardinales del proceso y se suplantará el antiguo principio de pena como reparación de un daño (a la persona, al honor o al patrimonio) con el principio de pena como castigo público, en cierto modo independiente de las partes concretamente involucradas: es un largo camino que lleva a acentuar la fisionomía pública del proceso penal con la gradual exclusión de todas las formas de reparación o venganza privadas”. Y sentencia: “Es el instrumento para intimidar y controlar a la sociedad en su conjunto”.
Si para determinar que un comportamiento es criminal es necesario que haya una víctima que vea lesionados derechos específicos que le pertenecen a ella, la capacidad del derecho de modular lo que es o no un crimen es muy limitada. Con el salto, dado por el derecho penal, de determinar que el origen de esa tipificación son los daños que se realizan al conjunto de la sociedad, entonces el concepto de crimen se hace más abstracto, y permite ser el instrumento para el control de la sociedad, e incluso para su sometimiento a una ingeniería social.
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