El Pacto de Estabilidad y Crecimiento se configuró como uno de los principales puntos de apoyo de la unión económica y monetaria. Junto con el Euro, los gobiernos europeos aceptaron autolimitar su capacidad expoliadora de las generaciones futuras. Así, en época de prosperidad se veían constreñidos a mantener el equilibrio presupuestario -o incluso conseguir un superávit- y en época de depresión se les permitía recurrir a un déficit de hasta el 3%.
Hace pocos meses, los países que, en un principio, fueron sus principales proponentes, Francia y Alemania, provocaron su entierro; del Pacto inicial no queda más que una grotesca y vergonzante imagen para mofa y befa de los que alguna vez creyeron en él. Sin entrar en demasiados detalles, baste mencionar la ampliación de plazos para comenzar el Procedimiento por Déficit Excesivo, la exclusión de algunas partidas en el cómputo del déficit (como I+D o los gastos comunitarios) o la posibilidad de sustraerse del cumplimiento del Pacto en caso de crecimiento cero (antes se pedía una caída del PIB del 2%).
De todas formas, siendo sinceros, el pacto no dejó de ser nunca una pantomima inaplicada. Francia y Alemania incurrieron e incurren en prolongados y profundos déficits sin que se les haya aplicado nunca las sanciones previstas. Otros países como Italia, Portugal o Grecia manipularon sus finanzas públicas para “aparentar” una austeridad que jamás existió.
Más de un estatalista convencido debería reflexionar acerca del por qué de semejante fracaso. En realidad hay dos razones que, por desgracia, nadie está teniendo en cuenta. La primera es que el Pacto es una cristalización del keynesianismo más rancio en estado puro: conseguir superávit en épocas de prosperidad e incurrir en déficit durante las épocas de crisis. La filosofía que subyace detrás de esta prescripción es la bondad de un gasto público que, milagrosamente, es capaz incluso de solventar una crisis económica. Siendo así, ¿qué sentido tenía limitar el déficit a épocas de depresión? ¿Por qué esperar? ¿No será conveniente recurrir a él también en épocas de auge o estancamiento?
Con este marco teórico, con semejante incapacidad para comprender el ciclo económico, no resulta de extrañar el exabrupto en que finalmente ha degenerado el pacto. Para buscar un ejemplo visual; sugerir que el gobierno debe hacer uso del déficit presupuestario durante una recesión resulta equivalente a pedir que se le estiren los pies a alguien que está siendo ahorcado. Si algo necesitan los empresarios para abandonar la crisis es ahorro con el que completar sus proyectos empresariales; el déficit público sustrae ese ahorro privado y lo dilapida en absurdos proyectos públicos con la vana esperanza de estimular la economía.
Pero la segunda razón que ha dado al traste con el Pacto de Estabilidad y Crecimiento es, si cabe, de mayor calado. Pocas piruetas intelectuales son tan ingenuas y peligrosas como las de suponer que la política sirve para limitar el poder represivo del Estado. Lo único que podemos esperar de la política es, como en este caso, una refinada propaganda acerca de su exquisito respeto a la libertad, que oculte, en realidad, sus más ignominiosos atropellos.
El fiasco del Pacto de Estabilidad y Crecimiento es sólo una ilustración más de por qué no debemos colocar al zorro a cuidar de las gallinas. No sólo eso, es un ejemplo de por qué las gallinas no deberían estar dispuestas a que las cuidara el zorro.
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