El ministro de Industria, Joan Clos, ya forma parte del selecto club social integrado por mandatarios de la talla de Hugo Chávez (Venezuela), Evo Morales (Bolivia), Fidel Castro (Cuba) o Robert Mugabe (Zimbabwe), entre muchos otros. Únicamente existe un requisito para poder ingresar en este exquisito grupo de visionarios: abrazar con firmeza y convicción las exitosas políticas derivadas de la nacionalización de recursos.
Los grupos ecolojetas, entre los que ya se puede incluir sin reparos al Ministerio de Medio Ambiente, prosiguen su fervorosa e incansable misión de alertar acerca del Apocalipsis que se avecina en caso de que los ciudadanos mantengan su abusivo, irracional e, incluso, inmoral consumo de recursos naturales. Los mensajes alarmistas no tardan en surtir efecto en las privilegiadas mentes de nuestros políticos que, raudos y veloces, corren a poner en práctica las medidas necesarias que nos pondrán a salvo de la terrible venganza de la Madre Naturaleza por nuestros irresponsables actos.
Así, el Gobierno baraja, entre sus muchas opciones legislativas, dado el enorme margen de maniobra que ofrece a nuestra clase dirigente el marco estatal, prohibir que los vehículos particulares circulen por el centro de las ciudades; imponer tasas fiscales más elevadas para gravar específicamente la compra de vehículos todoterreno y de gran cilindrada; crear artificiales mercados para la compra y venta de CO2 (ese gas tan peligroso, causante del cambio climático que sufre el plantea y que, sin embargo, expiramos a cada instante tras cada bocanada de aire. ¿Podría vender yo el mío?); expropiar cientos de kilómetros de costa para evitar la terrible especulación urbanística que azota, sin distinción, a todos los municipios del país y que, durante los años 60 y 70, posibilitó el nacimiento y posterior auge del turismo de sol y playa. Un sector muy poco productivo y de escaso peso en el conjunto de la economía española, como bien saben nuestros bien informados políticos, y cuya etiqueta aún arrastramos con indignación por el mundo adelante.
Y qué decir de la protección de nuestras especies. Todo esfuerzo es poco para no perturbar el hábitat de algunos privilegiados peces o aves migratorias. El temible impacto ecológico se ha convertido en una herramienta eficaz a la hora de evaluar la validez y corrección de importantes inversiones en capital o tejido empresarial. Véase sino el último episodio acaecido en Galicia, en donde Pescanova (empresa gallega, por cierto) se disponía a invertir más de cien millones de euros para levantar una de las piscifactorías más importantes y punteras del mundo. ¡Ah, no! Cómo permitir tal osadía, y convertir la hermosa Costa da Morte en algo más que rocas y agua… ¡En todo un centro industrial, ni más ni menos! "Que se vayan a Portugal". Y se fueron.
El último episodio de esta delirante tragicomedia es protagonizada por otro recurso natural, en este caso, vital para la vida misma: el agua. España tiene sed. Según la ministra verde, Cristina Narbona, el país sufre, por tercer año consecutivo, "la sequía más grave" de su historia. La reserva hídrica nacional se sitúa en torno al 55% de su capacidad, pese a haber vivido el otoño más lluvioso de los últimos diez años. Hay, pues, que hacer algo. Las iniciativas son diversas: subir el precio de las tarifas (intervenidas y extremamente reguladas, por cierto); fomentar, o más bien imponer a través de cuotas y sanciones fiscales, un consumo "racional" de los recursos hídricos. Pero, ¿qué es racional?, se preguntan algunos ciudadanos ingenuos. Pues lo que dicte como tal el Gobierno, quién si no. También impulsará el reciclaje y la desalinización del agua marina…
Pero eso no es suficiente. El Estado es un ente hambriento difícil de satisfacer. El Ministerio de Industria ha sido contagiado ante el cúmulo de exitosas iniciativas puestas en marcha en el ámbito de la gestión de recursos naturales y, puesto que el agua es un derecho del hombre, según la propia ONU, es demasiado valiosa para quedar en manos de la terrible propiedad privada. "Nacionalicemos", pues. Y dicho y hecho, el anteproyecto que estudia el Gobierno prevé confiscar la explotación privada de los manantiales. El sector del agua mineral se ha convertido en la nueva víctima de este modo de concebir la política.
Pero, ¿por qué alarmarse? Sí, es cierto que, de llevarse a cabo, el precio del agua embotellada se encarecerá… a lo mejor se pierden algunos miles de empleos, se reduce la inversión o decrece la calidad del producto. Pero, ¿qué implican tales nimiedades frente a la garantía que nos ofrece el Estado, dado que el agua subterránea y mineral pasa a formar parte de la exitosa propiedad pública? "Es de todos", alegrémonos pues.
Y si no, pregunten ustedes lo contentos y felices que están los cubanos, venezolanos, bolivianos, y tantos millones de ciudadanos en el mundo que ya han probado en sus carnes el dulce sabor de la nacionalización de recursos… En Bolivia y Zimbabwe fueron las tierras, en Venezuela, primero el petróleo y las minas, aunque pronto será el resto de la industria, en Cuba… todo lo demás, excepto el alma quizás. En España, el agua mineral, puesto que las cuencas hidrográficas ya son de titularidad pública. Bienvenidos, pues, al club de los nacionalizadores y expropiadores forzosos. ¡Enhorabuena! A veces, me congratulo de vivir en este país. Gracias Joan.
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