Cuando Juan Pablo II visitó Polonia del 2 al 10 de junio de 1979, unos meses después de que hubiera accedido al papado, las autoridades polacas le recibieron con preocupación. La Iglesia polaca llevaba ya muchos años alentando una revolución interna entre los ciudadanos que la percibían como un contrapoder al dominio que la Unión Soviética ejercía sobre todos los países del otro lado del telón de acero. Pero la Iglesia también estaba preocupada por las consecuencias de su rebeldía. En 1968, pero sobre todo en 1956, los soviéticos habían frustrado a sangre y fuego los intentos de libertad de sus aliados checoslovacos y húngaros y, aparentemente, podían permitirse otro acto de violencia extrema.
La visita del Papa aglutinó a millones de polacos: católicos, agnósticos, ateos y disidentes del sistema. Pese a los intentos del régimen de minimizar sus efectos, fue seguida por millones de personas en Polonia y en el mundo, y terminó de perfilar una sociedad civil que habría de reactivar sus labores de oposición.
En los discursos que dio el Papa a lo largo de esos días no había declaraciones explícitamente políticas, pero si dejaba caer perlas que tenían doble intención, perlas con las que invitaba a las autoridades a permitir la libertad religiosa, precursora de otras como la de conciencia o de pensamiento, o a permitir que los polacos decidieran sobre vida, un llamamiento a las libertades individuales que no excluía a nadie y que atacaba a los soviéticos. Cuando el Papa volvió a Roma, las autoridades polacas respiraron tranquilas, pues ningún hecho violento se había desencadenado, pero en Moscú no pensaban lo mismo. Se habían percatado de que esta visita, y en general la actividad de la Iglesia a lo largo de muchos años, había socavado su poder, que por otra parte se veía cada vez más impotente por su propia naturaleza política.
En los astilleros Lenin de Gdansk se creó el sindicato Solidaridad que encabezó Lech Walesa. Las huelgas generales pidiendo mayor libertad y reclamando la independencia de Polonia respecto de la Unión Soviética se sucedieron con rapidez, y en dos años consecutivos, 1980 y 1981, la Unión Soviética se vio tentada a intervenir con el envío [i] de varias divisiones. Pese a la imposición de la Ley marcial en este último año, los polacos siguieron avanzando hacia la independencia de Moscú y su ejemplo, como una ola de libertad, fue extendiéndose a otros países como Checoslovaquia o Hungría, más tarde Alemania Oriental e incluso la Unión Soviética en 1991, contribuyendo así a la caída del Muro de Berlín y la desaparición de los principales regímenes comunistas europeos.
El ejemplo polaco se articula sobre tres principios básicos. En primer lugar la unidad de acción ante un enemigo común, en este caso la Unión Soviética y su sistema comunista, junto a una clara identificación de sus víctimas, los polacos. Esta identificación era absoluta, cualquier polaco, no sólo los católicos, sino los ateos, agnósticos, disidentes, descontentos, exiliados y cualquier amante de la libertad, podía unirse a él. En segundo lugar, se había creado una sociedad civil implicada, una sociedad civil que pese a las dificultades de tener un gigante como la Unión Soviética a su lado, era capaz de luchar por sus propias ideas, de aglutinarse, de organizarse sin que le importaran las consecuencias, incluso si éstas eran la muerte. En tercer lugar, se crearon referentes, pero no referentes personalizados sino sobre todo referentes morales. El Papa era uno de ellos, pues el Papa había vivido bajo los nazis y bajo los comunistas, había sufrido ambos totalitarismo y en ambos se había rebelado y había optado por apartarse de la política de pacificación que incluso la propia Iglesia católica había adoptado desde el Concilio Vaticano II. Lech Valesa no era un líder apoyado por todas las facciones en Solidaridad, en especial las más extremistas, pero era un líder respetado y aclamado por todos por su lucha.
Bien es cierto que la revolución polaca estuvo apoyada por las circunstancias, por una Unión Soviética que empezaba una crisis de la que no saldría, por los gobiernos británico de Margaret Thatcher y americano de Ronald Reagan que supieron ver y creer que el comunismo estaba en franca decadencia y por una Iglesia Católica que cambió de rumbo justo en el preciso momento.
Polonia puede y debe ser un ejemplo para los que amamos la libertad, puede y debe ser un ejemplo para los habitantes y la sociedad civil de países como Cuba, Venezuela, Bolivia y tantos otros que ahora sufren las locuras de sus dirigentes. Y tiene que ser un ejemplo para buscar sus referentes morales, su unidad ante el totalitarismo, incluso salvando diferencias que pueden parecer insalvables y creando una sociedad civil activa que llegue a todos, ricos y pobres, formados o iletrados, intelectuales y profesionales de todo tipo.
Pero también debe ser un ejemplo para los países democráticos en los que el giro hacia un sistema demagógico, hacia un sistema de partitocracia descarado, es más que evidente. Somos dueños de nosotros mismos, de nuestros aciertos, errores y sus consecuencias, responsables de nuestras acciones. En Polonia lo demostraron y, con suerte, pero sobre todo con determinación, se arrancaron el yugo.
[i] Existen varias versiones sobre este punto, algunas apuntan a que la Unión soviética no podía iniciar ninguna invasión, primero porque dependía ya demasiado de los créditos de Occidente y no podía exponerse a perderlos. En segundo lugar, porque la capacidad de intervenir en sus países aliados ya no era la de hace unos años y el mismo Politburó demostró una indecisión que antes nunca había mostrado.
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