Es destacable que el pensamiento económico occidental no haya valorado en sus justos términos hasta hace relativamente poco el papel fundamental del empresario dentro de los procesos de mercado. Los teóricos de la economía analizaron históricamente de manera pormenorizada los tres factores productivos tradicionales (trabajo, tierra y capital) y relegaron, en términos generales, el factor catalizador de los mismos (el emprendedor).
Los clásicos ingleses no supieron distinguir claramente su figura de la del capitalista (en aquellos tiempos normalmente entremezclados). Los clásicos franceses fueron otra cosa. Richard Cantillon, irlandés afrancesado, mercader y banquero, supo ver que la actividad del entrepreneur suponía la realización de pagos ciertos frente a beneficios futuros inciertos. El lionés J. B. Say, fabricante de hilos de algodón gratamente sorprendido por los avances tecnológicos de la industria frente a la agricultura, amplió la visión del sujeto emprendedor. Según Say, si a los factores de producción tradicionales les correspondían sus respectivas retribuciones, a saber, salario (trabajo), renta (tierra) e interés (capital), al empresario debiera corresponderle una suerte de renta completamente distinta de las anteriores en forma de beneficio ya que era el que asumía el riesgo y la organización de la producción (independientemente de que fuera o no capitalista). Turgot completó este panorama con el acertado análisis del coste de oportunidad en las decisiones empresariales.
Estos avances teóricos sobre la figura del empresario sufrieron regresiones posteriores. La visión marxista, muy influida por los clásicos –y pesimistas– ingleses, obsesionada por el capital y la imaginaria plusvalía, fue incapaz de distinguir la función del dueño de los medios de producción (capitalista) de la del empresario propiamente dicho. Los neoclásicos, por su parte, a pesar de su acertada descripción del gestor de negocios, debido a su pretensión matemática por el equilibrio general (estático) y a su teoría de la decisión (maximización), impidieron finalmente la comprensión de la motivación real del emprendedor para actuar.
Esta carencia, nimia a primera vista, tuvo consecuencias devastadoras en la comprensión de la sociedad y de los procesos de mercado. Sólo unos pocos lograron recoger el testigo de Cantillon-Turgot-Say y profundizar felizmente en la figura empresarial.
Así, en los Estados Unidos de la época dorada de desarrollo de finales del siglo XIX, despuntaron en el análisis de la función empresarial dos economistas valiosos: Francis Amasa Walker y John Bates Clark. El primero observó que el empresario con talento se las ingenia para mejorar la productividad unitaria y, por tanto, sus beneficios no eran un sobrecargo al precio sino que se generaban mediante reducción de costes (desplazando, de paso, al empresario ineficiente). El segundo relacionó el beneficio empresarial con la introducción de perfeccionamientos tecnológicos, comerciales u organizativos en el proceso económico.
Por aquellas mismas fechas en Europa surgió la portentosa escuela marginalista austríaca que, a pesar de sus muchas y decisivas aportaciones a la economía (entre otras, dejar tocada argumentalmente la entonces recién estrenada visión marxista de la economía), tanto su fundador como la primera generación de marginalistas no consiguieron mejorar la comprensión de la figura empresarial ya realizada por los clásicos franceses.
Hubo que esperar a los escritos de Hayek en torno al conocimiento y la competencia en las sociedades abiertas (1937 y 1945) y, sobre todo, a la publicación de La acción humana de Mises (1949) para que se produjera un avance definitivo en el análisis de la acción empresarial. A mediados de los setenta, Kirzner enriquecería aún más estas indagaciones.
Otra regresión, y siguiendo la tradición británica, fueron las abras de Keynes, en las que los empresarios no tenían ningún papel relevante. De hecho, al no conceder racionalidad a las actividades del entrepreneur y reducirlas a los supuestos "espíritus animales" que impulsan a ciertas personas a buscar ganancias, se invitaba a los planificadores centrales para manipular a placer la demanda agregada y otros mecanismos de intervención económica.
Tras las revelaciones teóricas de los modernos economistas austríacos supimos que el mercado contiene un vastísimo volumen de información imposible de gestionar centralizadamente y que está en permanente desequilibrio (sintiéndolo mucho por los modelos neoclásicos). Que la fuerza que mueve y coordina el mercado radica precisamente en el sujeto-empresario (actor) que persigue su lucro guiado por las inestimables fuentes de información que son los precios. Que dicho emprendedor, anticipando demandas u oportunidades de negocio inadvertidas por los demás en un entorno de rivalidad dinámica, realiza ajustes, llena los vacíos con conocimiento práctico y aproxima recursos a bienes o servicios demandados con más urgencia por las personas.
La Escuela austríaca, centrada en el individuo y en sus capacidades creativas, nos explica que el empresario no recibe en verdad salario de nadie sino que busca el premio (en forma de beneficio puro) por sus aportaciones inestimables a la sociedad cada vez que acierta a la hora de servir a sus semejantes en un entorno competitivo (el gestor de un monopolio legal no es, propiamente dicho, un empresario).
Comprender esto es de suma importancia. Cuando los gobiernos intervienen artificialmente en el mercado se está generando una serie de falsas informaciones que extravían las vitales decisiones empresariales; las que coordinan los desequilibrios del mercado y permiten el progreso. Su crucial función social deja así de cumplirse en detrimento de todos. Esta es la lección esencial de los grandes teóricos de economía sobre la figura del empresario.
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