Si bien el Derecho Administrativo continental europeo –de influencia francesa y prusiana- tiene cierta unidad y coherencia expositiva en cuanto a la explicación y justificación de sus instituciones (e.g. autotutela administrativa, acto administrativo, contrato administrativo, procedimiento administrativo, sanciones administrativas, etc.), las cuales en gran medida provienen de la continuidad histórica entre el régimen absolutista centralizado y el régimen administrativo[1], no ocurre lo mismo con el Derecho administrativo anglosajón, el cual es un fenómeno relativamente reciente y que debe más su aparición a la Revolución Industrial y a la creciente intervención estatal en la vida económica y social contemporánea[2].
El caso de Estados Unidos de América es patente. En los siete artículos y veintisiete enmiendas de la Constitución de ese país no hay una sola palabra que dé cobertura o fundamento al Estado administrativo (Administrative State, o Deep State como es a veces también llamado)[3]. Todo lo contrario: sus artículos I, II y III –que configuran la separación de poderes- parecen dejar fuera de toda duda tres aspectos.
(i) Todo el poder legislativo recae en el Congreso y, por tanto, el poder de legislar no puede ser delegado.
(ii) El poder ejecutivo es ejercido por el Presidente y, en consecuencia, mal podrían existir órganos o entes de la rama ejecutiva, independientes o inmunes a la autoridad de aquél.
Y (iii) el poder judicial es el responsable de resolver todos los casos y controversias, de derecho y de equidad, donde sean aplicables la Constitución y las leyes de los Estados Unidos.
Procesos ‘cuasi jurisdiccionales’
Con lo cual, si a lo anterior sumamos la cláusula del debido proceso contenida en la Enmienda V, los procesos “cuasi-jurisdiccionales” llevados a cabo por el poder ejecutivo y sus agencias resultarían claramente inconstitucionales. Primero por ser realizados por órganos extraños al poder judicial. Y segundo, por no tener las garantías propias del debido proceso. Por más objetiva que sea la Administración en la determinación del interés general, no puede ser imparcial precisamente porque tiene a cargo dicho interé).
Igual carencia de sustento constitucional tendrían la deferencia judicial en favor de los órganos y entes administrativos, tan reclamada por los defensores del Estado Administrativo. Especialmente en materia de hallazgo de premisas fácticas y en asuntos considerados propios de la discrecionalidad administrativa técnica. (Sobre esta deferencia hacia las agencias, el Tribunal Supremo estadounidense ha publicado un fallo histórico el pasado 28 de junio de 2024 en los casos Loper Bright Enterprises v. Raimondo y Relentless v. Department of Commerce, los cuales analizaremos en siguientes entregas).
No obstante lo anterior, en los Estados Unidos de América, durante el siglo XX emergió un poderoso Estado Administrativo[4], una burocracia creada mediante legislación, en lo que un profesor de la Universidad de Georgetown ha denominado “la pesadilla de Tocqueville”[5]. Frente a esta realidad[6], que encontró su mayor expresión en el New Deal de Franklin Delano Roosevelt, que fue ajustada luego de años de práctica administrativa así como de importantes decisiones del Tribunal Supremo, y que ha tenido retrocesos en períodos de desregulación económica y financiera (particularmente durante el gobierno de Ronald Reagan, 1981-1989), siempre ha surgido la crítica de autores y de miembros del Tribunal Supremo, quienes vienen a recordar que el Estado Administrativo es real y potencialmente una amenaza para el sistema de gobierno plasmado en la Constitución de los Estados Unidos de América.
Notas
[1] La tesis de la continuidad histórica entre el Antiguo Régimen y el régimen administrativo que le sobrevino bajo el Estado Constitucional pertenece a Tocqueville [Ver: TOCQUEVILLE, Alexis. El Antiguo Régimen y la Revolución (reimp.). Madrid, Alianza, 2012, p. 93-95], y es admitida sin mayores problemas en el Derecho Administrativo continental. Cfr. GIANNINI, Massimo Severo. Derecho Administrativo. Volumen Primero (1ª ed.). Madrid: INAP, 1991, p. 58-61; y PAREJO ALFONSO, Luciano. Derecho Administrativo (1ª ed.). Barcelona: Ariel, 2003, p. 14 y s.
[2] En el caso de Inglaterra, el Derecho Administrativo se rechazó inicialmente por la posición liberal clásica. Considera a aquél contrario al rule of law, así como por tratarse de una disciplina extraña a la cultura jurídica del common law. El autor que encarnó dicho rechazo fue Albert Venn Dicey. Ver: DICEY, A. V. Introduction to the Study of the Law of the Constitution (reimp.). Indianapolis: Liberty Fund, 1982, p. lxi-lxvi, donde el autor afirma que bajo la constitución británica no podría haber un Derecho Administrativo, como en Francia.
[3] Esto nos recuerda una importante obra de Robert Dahl, donde éste afirma que los framers, o founding fathers: (i) no pudieron ponerse de acuerdo sobre determinadas cuestiones; y (ii) no pudieron prever otras cuestiones que afectarían el diseño institucional en el que tan arduamente trabajaron. El caso del control judicial de la constitucionalidad de las leyes (o judicial review of legislation), según Dahl, sería un caso del primer tipo. Siguiendo su línea argumentativa, quizás el surgimiento de una poderosa burocracia federal sea un caso del segundo tipo. Cfr. DAHL, Robert A. How Democratic is the American Constitution? (2a Ed.). New Haven: Yale University Press, 2003, 224 p.
[4] Ello, sin menoscabar el hecho que, desde el surgimiento de los Estados Unidos de América, hubo manifestaciones de lo que hoy conocemos como Derecho Administrativo. Cfr. MASHAW, Jerry. Creating the Administrative Constitution. The Lost One Hundred Years of American Administrative Law. New Haven: Yale University Press, 2012, 432 p. El autor, defensor del Estado Administrativo, en esta obra señala incluso que desde la fundación de los Estados Unidos se delegó discrecionalidad a la burocracia, así como poder para resolver controversias entre particulares.
[5] ERSNT, Daniel R. Tocqueville’s Nightmare. The administrative state emerges in America, 1900-1940. New York: Oxford University Press, 2014, 226 p. En la obra en referencia, el autor da una versión favorable sobre el surgimiento del Estado Administrativo. Este vendría a ser una reconfiguración del Estado de derecho estadounidense. Se trata de un libro de Historia del Derecho. Tiene muchas referencias de interés. Y queda claro que la disputa sobre el Estado Administrativo tiene carácter multidisciplinar, donde entran en juego consideraciones políticas, morales y económicas.
Aparte de ello, el tema tiene eminente interés para la Filosofía del Derecho. Sólo para una muestra, el libro deja claro cómo autores de renombre, tales como Ernst Freund, Felix Frankfurter, Roscoe Pound y Jerome Frank participaron activamente en estas discusiones, al igual que el entonces presidente de la Corte Suprema de Justicia, Charles Evan Hughes, todos los cuales dieron originales aportes con el propósito bien de negar la constitucionalidad del Estado Administrativo, bien para sugerir modificaciones y ajustes en las leyes y procedimientos, con el fin de asegurar dicha constitucionalidad.
[6] Ver la admonición general de Tocqueville en La democracia en América: “Si alguna vez llegare a fundarse una república democrática como la de Estados Unidos, en un país donde el poder de uno solo hubiera establecido ya y hecho fraguar, en las costumbres y en las leyes, la centralización administrativa, no temo decirlo, en semejante república, el despotismo se volvería más intolerable que en ninguna de las monarquías absolutas de Europa. Sería necesario pasar a Asia para encontrar algo con qué compararla”. Cfr. TOCQUEVILLE, Alexis. La democracia en América (12ª reimp. de la 2ª ed.). México, Fondo de Cultura Económica, 2002, p.267.
Ver también
Conferencia: La teoría jurídica liberal frente al ‘Administrative State’ en los EE.UU. (Tomás Arias Castillo).
Entrevista en la UFM: la libertad y el rol del Derecho público, administrativo y constitucional.
1 Comentario
–José Castillejo (1943) La receta inglesa (doble) contra el peligro dictatorial: https://www.youtube.com/watch?v=1h_gIAvWBe4
«La receta inglesa contra el peligro dictatorial ha consistido desde el siglo XIII en contraponer las fuerzas sociales para que ninguna gane omnipotencia. Y a favor de ese equilibrio PROTEGER AL CIUDADANO CON UN SISTEMA DE DERECHO INPEPENDIENTE de los vaivenes políticos.
Pero, ¿cuáles son los códigos ingleses?, dirán mis oyentes. ¿Quién los hace que no pueda deshacerlo? ¿No es ley en una democracia, la voluntad de la mayoría?: No. Los dos pueblos con aptitud privilegiada para el derecho, la Roma antigua y la Inglaterra moderna, no han tenido códigos [escritos]. La mayor parte del derecho inglés no ha sido dictado por los reyes ni votado por el parlamento.» (José Castillejo, Discurso en la BBC, 1943).
— Matt Wolfson «Trading Constitutionalism for Bureaucracy»: https://lawliberty.org/trading-constitutionalism-for-bureaucracy/
(sobre la caída de Roma –y de los EE.UU.–, debido a la sustitución de la verdadera ‘rule of law’ –emergida ‘bottom up’ descentralizadamente– por la arbitraria ‘rule of man’ y los burócratas –diseñada e impuesta a todos ‘top-down’ centralizadamente–, acompañada y justificada mediante la utilización de una retórica binaria como herramienta para «dividir» –y vencer– a la propia sociedad):
To academics who adopt an alternative interpretation, the Roman Empire’s decline came not from the outside but from within. In fact, the story of barbarian takeover was a fiction invented by the very people who really destroyed Rome: imperial BUREAUCRATS who concentrated power under the false justification of protecting the empire from “barbarians,” which in practice was a political label deployed against dissenters.
ROME’S FALL CAME FROM BUREAUCRACY’S RISE: […] historian Michael Kulikowski, the author of The Tragedy of Empire… holds that, in the words of the proverb, “the fish rots from the head downward.” Kulikowski’s general thesis isn’t new: older historians have traced decisive changes in Rome to the shift to imperial government under Augustus, as Roman assemblies which had shared power with a senatorial elite were reduced to breads-and-circuses and the Senate to an organ of the emperor’s control. But Kulikowski extends his examination by several centuries to focus on Roman government after 200 CE and the way it led to the Western Roman Empire’s fast dissolution after 395 CE. In the process, he uncovers surprising facts about the effects of the imperial state created by Augustus’s successors. According to him, THE ROOTS of the EMPIRE’S DECLINE truly BEGAN WITH A NEW CLASS OF ELITES: “equestrians” or “administrators,” EXPERTS or specialists BROUGHT IN BY EMPERORS, who exercised a silent revolution against the old senatorial class. These bureaucrats were committed to standardizing and centralizing government which in the past had operated off regional customs and concerns, and their commitment to “impersonal” administration was matched by new opportunities to ply their trade.
The biggest of these opportunities came from Emperor Caracalla’s “megalomaniac gesture” in 212 CE of granting full Roman citizenship to almost everyone in the empire. This shift meant that the new equestrians had to work out how diverse populations—now considered citizens—would relate to each other under Roman law. And this, in turn, meant aspiring to a level of governing “uniformity”—government as standardized “managerial” practice instead of a product of regional customs—that had never been “possible” or “necessary.” HOW would the multiplying equestrians and their emperors EXPLAIN this new INTRUSIVENESS, this conviction that “uniformity can be achieved and therefore should be achieved,” over populations that had been left alone? WITH RHETORIC, AS LANGUAGE that until recently scholars had considered “IMPRECISE bluster” began to suffuse Roman laws.
This NEW LANGUAGE involved a “BINARY that brook[ed] no compromise” between two categories: those on the right side of whatever uniform project the government embarked on, true civilized Romans, and those who resisted it, uncivilized barbarians. Crucially, the term “BARBARIAN” did not refer to an actual, stable category of people. Instead, it was a MUTABLE DEFINITION that could apply to groups regardless of geography (whether they lived inside or outside the empire) or ethnicity. At its root, it was deliberately “POLARIZING RETHORIC” in which opponents of government policy and law were, by definition, barbaric, uncivilized, and anti-Roman “in their very being”: “necessarily excluded from the Roman polity and the protection [it] offer[ed].”
The force of this rhetoric was precisely that it could apply to anyone, depending on the emperor’s desire.
America’s Centralization Began with Bureaucrats: Like mid-twentieth-century America, Rome changed when a new class of institutionalists began supplanting legislatures with bureaucracies and concealing the shift with idealized rhetoric. Though Kulikowski draws only a few contemporary parallels to his view of Rome’s decline and wouldn’t necessarily share a constitutionalist’s approach to American history, his narrative of Rome maps with startling precision onto America’s since 1945. This was when our shift to empire empowered NATIONAL BUREAUCRATS to execute a silent revolution against state legislatures, chapter-based associations, and the national Congress which had helped shape politics up to that point. Like the Roman equestrians, the new American bureaucrats justified their move with rhetoric. But their move’s fundamental function was to DESTROY THE BALANCES of the Constitution between the federal and state governments: sucking power from the peripheries (the states) and toward the center (Washington, DC).
The first of these bureaucratic takeovers was judicial, as the Supreme Court asserted that ensuring “equal rights” demanded unprecedented national judicial control over state governments. This control wasn’t only for correcting egregious wrongs like Southern segregation but for handling issues of legislative apportionment, the relationships between churches and states, and states’ employment policies. Even supporters of these rulings acknowledged that some of them had no basis in the Constitution. And, though some were hailed as “pragmatic compromises,” their real significance was that national appointees were making choices they had never needed to make before.
Thanks to the efforts [of presidents like] Lyndon Johnson (who drove Washington expansion and made bureaucrats arbiters of race relations and state-run programs for Great Society progressive ideals), Richard Nixon (who increased regulatory authority at an even faster clip), and others, Washington became a city of administrators, regulators, and corporate lobbyists who ensured that new BUREAUCRATIC REGULATION FELL ON SMALL FIRMS not large ones. All the while, Congress, the most representative branch of the national government, became a blank check for executive action, thanks in part to Supreme Court rulings which mixed assertiveness over the states with deference to the Executive.
Like in the Roman Empire, this revolution in affairs was a silent one, because America’s new equestrian class produced ITS OWN PROPAGANDISTS, this time from government-funded UNIVERSITIES and CORPORATE MEDIA. At their hands, rhetoric suffused reporting, and politics was discussed in terms of its moral promises or its problem-solving “pragmatism”—ignoring the fact that both the morality and the pragmatics flowed from a newly-centralizing national government.
Only in subversive academic circles were these moves discussed in terms of the actual power shift that was occurring. Only in these circles was an important question asked: had a centralized government grown so powerful that it made legal rights into “parchment guarantees” that could be easily taken away? Like mid-twentieth-century America, Rome changed when a new class of institutionalists began supplanting legislatures with bureaucracies and justifying the shift with idealized rhetoric. Like today’s BUREAUCRATIC PARLANCE about “deplorables” and “insurrectionists,” the Roman rhetoric of “barbarians” JUSTIFIED USING STATE POWER AGAINST ANYONE OPPOSED TO NEW ADMINISTRATIVE AGENDAS. Like today’s operators, the Romans promoting these agendas used their “new totalizing conformist discourse” TO ENFORCE “MANAGERIAL and IDEOLOGICAL UNIFORMITY” over parts of life from taxation to religion. Like our own zero-sum politics, competition for power in Rome increased as centralization did, with the result that institutions were hollowed out by factions trying to control them.