Hay mucha gente enfadada por la amnistía fiscal anunciada por Cristóbal Montoro. Afirman que es una vergüenza que el gobierno del PP perdone a los defraudadores fiscales en vez de perseguirlos y sacarles el dinero que deben a la sociedad.
Es la típica reacción del que no quiere que la realidad estropee sus creencias. Y es que es un dogma bastante aceptado que el Estado es un ente omnipotente; cualquier fallo en sus acciones se debe a alguna corrupción política que le impide desarrollar todo su potencial.
Ante esta reacción no queda otra que armarse de paciencia y volver a explicar lo obvio: es posible que entre los defraudadores haya amigos de políticos que podrán salvarse de la ira de Hacienda gracias a la amnistía de marras. Pero lo que está claro es que el grueso del dinero que se quiere blanquear ya ha escapado a las garras confiscatorias del Estado y, por tanto, la única forma que tiene el gobierno de poder echar mano a algo de ese dinero (y sobre todo, que éste vuelva a circular por su territorio) es dejando que vuelva al país por medio de este tipo de medidas.
Por supuesto esta explicación no convence al creyente y es replicada con una negación típica: si han escapado de las garras de Hacienda, que se les persiga o al menos se endurezca la vigilancia fiscal.
Desde el punto de vista del trabajador asalariado es, en cierta medida, normal pensar así. Hay que entender que a ellos su empresa les retiene el impuesto de la renta y seguridad social, el banco el porcentaje correspondiente de cualquier dividiendo o interés generado por sus activos, y las tiendas el IVA que pagan por sus productos. Si uno sólo tiene esa referencia es difícil de entender que más de 20.000 millones puedan salir del país sin pagar impuestos.
Por eso es importante explicar que el Estado no es Dios. Es simplemente una organización más, con sus propios intereses y, pese a su gran poder, sus limitaciones. Si uno es un trabajador del montón no puede hacer mucho por escapar de sus redes, salvo hacer algunas transacciones de poca monta, que generarían tan pocos ingresos al Estado que ni siquiera se molesta en controlarlas (por el momento). En cambio, una vez que has crecido lo suficiente es más fácil esquivar la acción del Estado, ya que puedes prescindir del intermediario molesto que le chive al Gran Hermano lo que ganas o dejas de ganar. Por no hablar de la contratación de los servicios de personas que saben tanto o más que los inspectores de Hacienda sobre la enrevesada fiscalidad. Y como último recurso siempre queda el voto con los pies, mucho más fácil de ejercer cuando hay un capital que te acompaña.
Por supuesto siempre queda la opción de que el Estado aumente la vigilancia sobre las figuras con más capacidad de defraudar a un nivel similar al que somete a los asalariados. Al fin y al cabo no existe más límite a su acción del que la mayoría social le imponga. Y en este caso, por desgracia, el consenso social es bastante amplio.
Pero que el Estado pueda hacer algo no significa que le convenga hacerlo. Controlar férreamente ciertas transacciones, además de costoso, tiene como consecuencia perjudicar la economía. Y ese perjuicio, traducido a pérdida de empleo (IRPF, SS) e IVA, no es compensado por la recaudación conseguida por el otro lado.
A mucha gente esto le parece injusto. Supongo que lo mismo piensa una cebra al ver al búfalo defenderse de un león con sus cuernos y salir con vida de un ataque. Provocando que el león decida dedicarse a cazar cebras y dejarse de líos. Pero el problema no son los cuernos del búfalo, sino las mandíbulas y garras del león.
Y es que el Estado no debería cobrar impuestos sobre las ganancias. Lo que una persona, o sociedad, gana no es asunto del gobierno. Empeñarse en monitorizar nuestras transacciones para poder confiscar parte de ellas solo conduce a una clase media asfixiada por impuestos; y si se amplía la represión a las clases más altas, a la ruina completa de la economía.
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