Si defendiera lo que dice el título no sólo protestarían los liberales, sino todos los hijos en general. Sin duda, quieren a sus padres y se preocupan por su bienestar, pero ninguno cree que deban estar legalmente obligados a cuidar de ellos. La ayuda se presta de forma voluntaria. Incluso si se trata de padres en situación muy precaria, que han criado a sus niños con gran pena y esfuerzo durante años, nadie apoya una ley que redistribuya renta entre familiares o que reconozca el derecho social a vivir en casa de los hijos.
Sin embargo, cuando hablamos de gente desconocida, el espíritu y el lenguaje de la voluntariedad son rápidamente sustituidos por los de la imposición. La solidaridad y el deber moral ya no consisten en prestar ayuda al prójimo por propia iniciativa, sino en cargar impuestos para satisfacer derechos sociales.
¿No es paradójico que tengamos, hacia individuos anónimos de los que ignoramos su integridad o sus méritos, obligaciones que no tenemos ni para con nuestros padres o seres más queridos? Si alguien no cuida de sus padres como merecen, le acusamos de ser un mal hijo, pero no pedimos que lo metan en la cárcel. Nadie nos tacha de insolidarios por no exigir que el Estado obligue al hijo a asistir a sus progenitores so pena de cárcel.
En cambio, si alguien se resiste a la redistribución de sus ingresos es multado, embargado y, a la postre, encarcelado. Si alguien expresa su opinión en contra de esa redistribución forzosa es calificado de insolidario, dando por descontado que esa postura emana de un sentimiento egoísta o de indiferencia hacia las necesidades de los demás.
“Si no crees que una persona tiene derecho a una vivienda o a una pensión digna, ¿significa que te da igual que duerma debajo de un puente o que no disponga de dinero durante su vejez?” Es la típica reacción del estatista a la postura del liberal. Como dice Theodore Darlympe, el socialismo atrofia la imaginación. Fuera de los derechos sociales parece que no sepan concebir ninguna alternativa a que la gente viva bajo un puente o los ancianos se mueran de hambre. No reparan en que el liberal, en lugar de limitarse a tranquilizar su conciencia apelando a supuestos derechos sociales, prefiere interesarse por la materialización práctica de ese derecho; a saber, cuál es la mejor manera de proveer viviendas a precios asequibles y hacer que nuestros mayores disfruten de cuantiosas pensiones, concluyendo que hay que liberalizar el suelo y privatizar las pensiones para que los trabajadores puedan capitalizar sus ahorros. Al final es el liberal quien pregunta al estatista: “¿te da igual que una persona duerma debajo de un puente o que un anciano tenga una pensión mísera mientras tu Estado del Bienestar declare solemnemente que garantiza una vivienda y una pensión digna a todos?”.
Lo más curioso, como señala Bryan Caplan, es que el Estado del Bienestar, con sus programas universales, ni siquiera cobra a los ricos para ayudar a los pobres. Retórica aparte, la redistribución es básicamente horizontal, y esto es así por razones de incentivos, grupos de interés y dinámica electoral. El Estado no carga un impuesto a Pedro para ayudar a Juan, cargan un impuesto a Pedro para ayudar a Pedro. O, en palabras de Bastiat, “el Estado es la ficción por la cual todos pretenden vivir a costa de los demás”.
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