Los perros no tienen derechos. Esto es algo que mucha gente cuestiona, cada día más, pero que no deja de ser verdad. En estos días, cuando un animal ha sido sacrificado por convivir con una persona enferma de ébola, por desgracia la bandera de la oposición al sacrificio ha sido ondeada en su inmensa mayoría por gente que pone los derechos de los perros al mismo nivel que las personas y, en algo de menor medida, por los que querían utilizar al animal para investigar la enfermedad.
Pero lo más penoso para mí ha sido comprobar cómo se ha desatado un efecto respuesta por parte de gente bastante inteligente, que en vez de analizar el asunto de forma objetiva, poniendo en una balanza los derechos del propietario del can con la del resto de personas que habitamos en los alrededores, han decidido plegarse a la decisión del gobierno y los expertos que lo asesoran incondicionalmente. Llegando, incluso, a la mofa sobre el tema, o comparaciones absurdas con la reacción ante otros hechos (aborto, muertes en África, etc.).
Los perros no tienen derechos, pero sus propietarios sí. La única razón para permitir que el Estado, o cualquier otro agente, pueda entrar en tu vivienda para sacrificar a tu mascota es que ésta suponga un peligro para otras personas o sus propiedades y éste peligro no pueda ser anulado de otro modo por tus medios o los de terceros dispuestos a colaborar.
Dicho de otra forma, si yo tengo un león adulto en casa y no soy capaz de impedir que ataque a mis vecinos, el Estado podría entrar en mi domicilio y sacrificarlo si me niego a ubicarlo en unas instalaciones donde se controle ese peligro, o cederlo a alguien que sí esté dispuesto a hacerlo.
Es algo bastante lógico y a nadie le parecería correcto que las autoridades decidiesen sacrificar a un león si el propietario se mostrara dispuesto a cederlo a un zoo o si él mismo le mantuviera en unas instalaciones que garantizaran la seguridad de los vecinos.
Pues bien, algo tan elemental parece que en este caso no se ha cumplido y a casi nadie, dentro del reducido número de personas que defendemos la propiedad privada, ha levantado la voz para criticarlo.
El motivo es que el pobre perro no suponía un peligro tan previsible, y controlable, como un león, sino que podía ser portador de un virus que, pese a ser de difícil contagio desde ese animal, es especialmente mortífero. O sea, que el factor miedo a lo desconocido ha vuelto a obrar como llave que permite al Estado abrir todas las puertas, incluido, esta vez, la de la mente de muchos que en teoría deberían tenerla blindada a base de muchas lecturas sobre casos similares.
¿Quiere esto decir que no se tenía que haber sacrificado al perro? Pues no, quiere decir que la decisión de sacrificar al perro se tenía que haber tomado después de permitir a terceras personas analizar qué opciones había para neutralizar el peligro de mantenerlo vivo mientras fuera una posible amenaza.
Porque vamos a ser claros; el perro, encerrado en el domicilio, solo era un peligro a corto plazo para los políticos y su afán de tomar decisiones que les mantengan en el poder. O sea, decisiones que les hagan parecer que hacen algo aunque no estén haciendo nada y excluyan al resto de actores de la escena.
Porque lo que olvidan los que se han unido al gobierno en esta absurda historia es que al perro no se la ha podido trasladar a ninguna parte porque quienes dictan los protocolos, manejan las concesiones y dominan totalmente todo lo que tiene que ver con estos temas es el Estado. Si un particular se hubiera hecho con el equipo necesario para trasladar al perro a un lugar aislado y seguro, exponiéndose solo él y personas voluntarias al mismo durante los días que se necesitan para que el animal deje de ser una amenaza, y sometiéndose estas personas al seguimiento correspondiente durante las semanas posteriores, el peligro para el resto de habitantes sería prácticamente nulo (ya que el riesgo cero no existe en nada, ni siquiera en matarlo e incinerarlo).
Por supuesto, según la mayoría, los pobres particulares o el sector privado no podrían hacerse cargo de algo tan importante, ya que solo el Estado y el sector público garantizan el control biológico. El propio caso que nos ocupa deja bastante claro hasta qué punto es falsa esta creencia, y cómo en este tipo de situaciones lo que importa es la responsabilidad individual de los que participan en ella, no el organismo que la gestiona.
Y algunos dirán: ¿todo esto por un perro? No, todo esto por nuestra libertad. Y no sólo la libertad de que un animal de compañía, que tiene un valor inmenso e irreemplazable para su dueño, no pueda ser sacrificado por el miedo irracional de la mayoría. Esta vez tenemos suerte de que se trata de un virus que necesita del contacto para transmitirse, pero la próxima vez puede ser otro peor que haga viable socialmente que los sacrificios sean de seres de dos patas, en vez de cuatro. El Estado, la seguridad, el bien común y la ignorancia no se van a parar en las propiedades caninas cuando llegue el caso, y entonces puede que muchos que ahora hacen bromas se echen las manos a la cabeza.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!