El debate sobre la imposición de las lenguas cooficiales en el sistema educativo español está vigente desde que tuvo lugar la transferencia de las competencias educativas a las comunidades autónomas. A partir de entonces, el uso obligatorio del catalán, el gallego y el euskera se ha ido extendiendo progresivamente en la enseñanza de determinadas regiones, hasta el punto de que un creciente número de familias denuncia la marginación que sufre el castellano en este ámbito, y reclama su derecho a elegir libremente el idioma en el que desean educar a sus hijos.
El problema es que, si bien identifican correctamente la causa que ha originado esta situación, tanto las autoridades políticas como los medios de comunicación fallan estrepitosamente en la solución a aplicar. Es evidente que el auge de los nacionalismos regionales y el ejercicio de su potestad política han terminado por imponer un modelo educativo basado en la marginación del castellano como lengua vehicular. Un sistema que, sin duda, es equiparable al que desarrolló Franco durante su dictadura con respecto a la enseñanza y difusión de las lenguas autóctonas presentes en España desde hace siglos.
El nacionalismo, de toda índole y condición, precisa para su desarrollo de un oponente ideológico al que identificar como enemigo. De ahí, precisamente, la necesidad imperiosa de contar con una serie de rasgos diferenciales sobre los que construir su esencia. En este sentido, la raza, el territorio, la lengua o la religión suelen constituir elementos básicos de la identidad nacionalista. De este modo, tratan de reivindicar su pertenencia a una determinada comunidad (nación) en oposición a otras.
En el caso concreto de España, los gobiernos nacionalistas emplean la imposición de las lenguas autóctonas en sus respectivos territorios para reforzar dicha identidad. Sin embargo, dicha estrategia vulnera el ejercicio de determinados derechos y libertades individuales como, por ejemplo, la libre elección del idioma en el ámbito educativo e, incluso, empresarial. Véase la ley que obliga a los comercios a rotular en catalán o la reciente polémica entre Air Berlin y el Gobierno balear.
Ante tales atropellos, se suele abogar por la búsqueda de un "equilibrio" entre la enseñanza del castellano y el resto de lenguas cooficiales en el seno de la educación pública, o por el ejercicio de un bilingüismo estricto a nivel empresarial. Sin embargo, tales reivindicaciones conllevarían en todo caso un resultado injusto para la libertad de los individuos. Y ello, por el simple hecho de que son impuestas de un modo arbitrario por la autoridad política de turno, ya sea a nivel autonómico o estatal.
Una auténtica política liberal en materia lingüística en ningún caso puede surgir del poder público, sino justo al contrario. Es decir, en su ausencia. Así, son los propios individuos, y no las autoridades, los que deben determinar la extensión y predominio en el uso de una u otra lengua sobre el resto. La solución radica, pues, en la privatización de la enseñanza y no en la instauración de un determinado modelo educativo que, en última instancia, siempre dependerá de una imposición política.
Imagínese por un momento un sistema en el que cada centro pueda establecer libremente tanto el programa educativo como los distintos idiomas en los que impartir las materias. En este caso, muchos colegios optarían por el conocimiento de diversas lenguas. Sobre todo, por aquellas que resulten más útiles para el futuro desarrollo profesional de sus alumnos (castellano e inglés, por ejemplo).
Además, la extensión en la enseñanza de un determinado idioma siempre estaría determinado por la demanda real que manifieste la sociedad, y no por la ideología arbitraria de los distintos partidos. De este modo, las familias y los alumnos podrían elegir libremente entre un amplio abanico de centros y ofertas educativas que mejor se ajusten a sus valores y principios culturales. La clave radica, pues, en la privatización absoluta de la educación y su libertad plena en el establecimiento de itinerarios. Las becas y los cheques escolares podrían suplir, en última instancia, el acceso a la educación privada de las familias con escasos recursos económicos.
Y es que, al igual que en el resto de ámbitos, tan sólo un sistema educativo basado en la libertad de individuos y empresas puede satisfacer de un modo correcto los múltiples y variados intereses que están en juego. Por el contrario, las alternativas que parten del poder público, además de resultar ineficientes, siempre correrían el riesgo de culminar en un modelo fascista en el que la voluntad política termine por anular los derechos inalienables de las personas.
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