Si algo ha quedado claro en los pasados comicios europeos es que la ansiada unión política continental importa cada vez menos a los ciudadanos de los países que componen la UE. La participación no hecho más que bajar desde la celebración de las primeras elecciones comunitarias, allá por 1979. La abstención ha aumentado casi un 20% desde entonces, y ya se habla abiertamente de crisis de legitimidad.
Sin embargo, el creciente desinterés de los votantes por las instituciones que gobiernan desde Bruselas es una cuestión baladí si se compara con la vulneración ética del espíritu de la Unión a lo largo de estos años. La UE se ha transformado en una superestructura política, burocrática y administrativa de dimensiones descomunales. Un Superestado, con competencias propias cada vez más amplias, que aspira a regular todos y cada uno de los ámbitos económicos, sociales y civiles de los ciudadanos.
Por desgracia, ya ha quedado en el olvido el principio fundacional que dio origen a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Un tratado, semilla de la actual UE, por el que Francia, Italia, Alemania y el Benelux acordaron crear un mercado común para el comercio de determinados productos mediante la eliminación de aranceles y subvenciones nacionales.
La libre circulación de personas, mercancías y capitales ha quedado en un segundo plano. En la actualidad, Bruselas gobierna el destino de millones de europeos al más puro estilo de planificación central moscovita, sólo que, de momento, dicha superestructura cuenta todavía con los contrapesos de los gobiernos nacionales para limitar, hasta cierto punto, su creciente intervencionismo.
Sin embargo, en breve, tras la ratificación del Tratado de Lisboa, la UE se consolidará como una entidad jurídica autónoma e independiente de sus estados miembro. De ahí a la configuración de una Comuna Europea tan sólo dista un paso. El fallido proyecto de Constitución continental es una buena muestra de lo que se avecina: un monumental compendio jurídico y regulatorio que, bajo la ambigüedad de la economía social, avanza hacia la armonización fiscal, la consolidación de la redistribución de ingresos y rentas vía subvenciones y ayudas públicas y el ecocomunismo del cambio climático, entre otras lindezas.
Una cosa es establecer un área de libre comercio en donde ciudadanos y empresas gocen de mayor capacidad de acción gracias a la eliminación de trabas nacionales, y otra muy distinta es que el Gobierno comunitario aspire a crear un Estado de Bienestar central y monopolístico con el fin de sustituir, simplemente, la nefasta intervención política de los estados-nación. La competencia es sana, no sólo a nivel empresarial sino también administrativa. El camino hacia la libertad es, pues, justo el contrario. De hecho, el fenómeno de la globalización, ahora en peligro, hace obsoleta la formación de un bloque económico unitario.
El ejemplo a seguir no es la comuna que nos ofrece Bruselas. De hecho, la senda del liberalismo arraiga con fuerza en otro continente, tal y como muestra el caso de Singapur, Hong Kong, Vietnam…
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