Todos conocemos el caso reprobado del gorrón, quien se beneficia de la fiesta sin poner ni un euro para montarla. Dicho más elegantemente, quien se niega a contribuir deseando que los demás sí lo hagan y que produzcan el bien del que él también disfrutará.
Esta situación se da cuando no se lleva a cabo la internalización de los beneficios. Los organizadores de la fiesta recaudan voluntariamente fondos y luego organizan la fiesta en una plaza pública, por ejemplo. En ese caso no pueden evitar que los free-riders disfruten de todo. Los organizadores pueden preferir, por razones de tradición o por reducir costes, que es mejor festejar en el lugar público antes que hacerlo en un recinto cerrado donde puedan excluir a los gorrones. También podría considerarse que, sea cual sea el lugar, lo correcto es que la fiesta «sea para todos». Independientemente de la situación, la existencia de un bien público (decidido por tradición, por reducción del coste de internalizar o por cualquier otra motivación ideológica) es un incentivo para el free-rider.
Lo que hay que recalcar es que el free-rider no es más que un caso particular de la figura del comportamiento racional del ser humano que, en pleno uso de su función empresarial, tiende a reducir costes y a maximizar beneficios, siempre subjetivamente considerados. Apoyándose en la existencia de free-riders, los defensores de las agencias tributarias argumentan que existe una solución a través de la contribución obligatoria a los gastos de la fiesta. Se dice que, así, cada uno aceptará el tributo siempre que todos los demás también lo soporten. Pero, ¿se acabó el problema del gorrón?
No, sin duda. Seguimos teniendo una propensión natural a desear beneficios con los menores costes posibles. En el nuevo estado de cosas en que todos contribuyen, tendemos a conservar nuestra innata alma de free-riders, pero con consecuencias aún más negativas para la mayoría. Ahora los free-riders son aquellos que creen o que saben objetivamente que hay otros individuos que aportan más que ellos recibiendo su misma porción de fiesta. Tales gorrones desean que las cosas sigan igual. Los que, por el contrario, piensan o saben que contribuyen más quieren cambiar las cosas habida cuenta, y esto es muy importante, de que no pueden escaparse de contribuir a causa de la coacción que sufren y de la legitimación ideológica que difunde la bondad absoluta de los impuestos. La simple existencia de la coacción para que todos contribuyan desencadena un sinfín de efectos aún más perversos que los de la fiesta pagada por pocos y disfrutada por muchos. Por ello, la confiscación impositiva, lejos de arreglar el problema de los free-riders, lo agrava. Y esto se produce sea cual sea el ámbito territorial que abarque la sociedad de festejos con capacidad confiscatoria.
La tendencia humana a que la diferencia entre costes sufridos y beneficios percibidos sea lo mayor posible, lleva el espíritu del gorrón adonde sólo puede darse, ante situaciones en que no se quiere (o no se puede) excluir su presencia por razones de bien público bendecido ideológicamente (la educación, la cultura, la limpieza urbana, el medio ambiente, etc.). Lo que se propicia con la «solución tributaria» es que haya una imparable presión sobre el gasto público (que la fiesta sea mayor y mejor) y una no menos inexorable carrera de los grupos organizados por hacer recaer sobre la mayoría de los individuos la mayoría de los costes. Con todo ello, se exigirán más y más gastos para la fiesta del barrio sin que cada individuo admita su responsabilidad en sufragar su parte.
Eso es lo que ocurre en los estados modernos, grandes y pequeños: cada ciudadano exige gastos elevados y mínimos impuestos para sí mismo, sin querer percibir la necesidad de corresponder unos con los otros. Consecuentemente, los políticos buscan modos de satisfacer esas demandas, bien camuflando impuestos hasta donde se pueda, bien endeudándose, inflando el crédito, atendiendo a determinados grupos de presión, alentando la gorronería de determinados sectores, o mediante una combinación variable de todo ello.
Atajar esta vía perversa de solución del problema del free-rider exige una definición estricta de los derechos de propiedad de manera generalizada. Y esto sólo puede lograrse desacreditando intensamente la ideología de «lo público» y constriñendo lo más posible la existencia de esos bienes públicos. Se precisa, pues, difundir la idea de que los beneficios de los servicios han de ser para quienes los pagan voluntariamente aunque antes hubiera que, de manera transitoria, establecer que sólo recibieran beneficios quienes los hayan de pagar obligatoriamente.
En términos generales se hace imprescindible intensificar la vía de ataque a los servicios públicos en la línea de internalizar los beneficios, de privatizarlos y desregularlos. Cualquier otra propuesta de fraccionamiento formal de los poderes públicos es estéril.
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