El futuro será de las grandes empresas tecnológicas estadounidenses y chinas.
Recientemente ha salido al mercado un interesantísimo libro, AI Superpowers: China, Silicon Valley, and the New World Order, de Kai-Fu Lee, taiwanés experto en inteligencia artificial (AI), que empezó su labor como investigador en temas relacionados con el reconocimiento de voz, que ha trabajado para empresas como Apple, Microsoft (fundando y dirigiendo, por ejemplo el Microsoft Research China) o Google (de la que presidió su filial China), y que, posteriormente, fundó una empresa de capital riesgo, Sinovation Ventures, de la que es presidente y CEO, que está centrada en invertir en empresas tecnológicas.
La tesis del libro es que en el Gigante Asiático se están dando una serie de circunstancias, sobre todo en los últimos años, que están llevando al país a convertirse en el referente indiscutible, junto con Estados Unidos, en todo lo relacionado con la inteligencia artificial. Si bien hasta la fecha Estados Unidos había disfrutado de una situación de privilegio incontestable en todo lo relacionado con las nuevas tecnologías e internet (a pesar de las honrosas actuaciones de algunos), varios factores se están dando en China que hacen que, precisamente, el desempeño de las empresas de ese país esté siendo realmente llamativo en aquel campo y pueda llevar al país a combatir de tu a tu con los americanos también en esto de la IA.
Por un lado, el país asiático cuenta con una élite empresarial tremendamente agresiva, incansablemente trabajadora y cada vez mejor formada. Así, el autor rebate en cierta manera el tópico que nos llega a Occidente de que las empresas chinas sólo saben copiar. Según la tesis del libro, si bien copiar es algo inherente y bien visto en su cultura, cuyas artes (pintura, literatura, caligrafía, etc.), recordemos, se han desarrollado durante cientos de años precisamente a base de copiar, una y mil veces, las obras de los grandes maestros (tal y como explica Byung-Chul Han en su delicioso Shanzhai El arte de la falsificación y la deconstrucción en China), el papel de las empresas chinas como meras repetidoras de productos y servicios importados o surgidos de Occidente se ha quedado ya atrás. Ese copiar ha servido, sin embargo, como ha ocurrido a lo largo de su historia milenaria, para que los jóvenes aspirantes aprendan y asimilen, hasta en sus últimos detalles, la forma y la estructura de los “modelos clásicos” (en este caso, la forma de actuar de tecnólogos, empresarios y empresas occidentales) hasta dominar el arte con la maestría suficiente como para embarcarse ellos mismos en su propio camino de búsqueda y superación de esos modelos. Pero los ingenieros y empresarios chinos lo hacen, además, en un entorno infinitamente más agresivo, en el que son cientos las empresas dispuestas a copiarse abiertamente las unas a las otras, con patadas en la espinilla y puñaladas por la espalda constantes, en una cultura que sanciona la copia y la falsificación sin condenarla, y con una avidez y hambre de éxito que no tenemos en Occidente, quizás porque estamos más acomodados y acostumbrados a vivir con las necesidades básicas cubiertas. Un entorno, por tanto, en el que son muchos los que fracasan y perecen, pero en el que los ganadores se han hecho terriblemente fuertes en la pelea callejera diaria.
En segundo lugar, el autor explica también cómo el papel del Estado chino en este proceso, sobre todo en los últimos dos o tres años, está siendo terriblemente relevante, en un país, recordemos, con un Gobierno, el del Partido Comunista, tremendamente controlador, pero que dispone de gran cantidad de recursos. Al autor, que reside en Pekín, no le duelen prendas en criticar las ineficiencias y el despilfarro de recursos que las políticas públicas diseñadas para desarrollar sectores económicos concretos tienen, pero, como también señala, dado el convencimiento de los órganos superiores del aparato, la capilaridad que dichas órdenes tienen en el resto de mandos de la Administración, que ven en el cumplimiento de las directrices de la jerarquía un medio para medrar en su carrera política, y los ingentes recursos puestos a disposición de los objetivos, la apuesta de los jerarcas chinos está teniendo sus consecuencias evidentes en este campo en favor de la inteligencia artificial china, aunque sea a base de aplicar pura fuerza bruta.
Por otra parte, no debemos olvidar que se trata de un país con mil cuatrocientos millones de personas. Eso hace que los mal conocidos como los facebook, amazon o google de aquel país (a pesar de que sus productos, organización, servicios y diversificación hagan que se parezcan cada vez menos a los modelos occidentales a los que teóricamente copian) dispongan de una cantidad ingente de datos, el “petróleo” del futuro, incluso superior a las de los “homólogos” occidentales. Recordemos, además, que no sólo les beneficia el número de personas concentradas en un solo país, sino el momento de desarrollo económico en el que se encontraba la sociedad china, muy poco bancarizada, y con un porcentaje bajísimo de la población en posesión de tarjetas de crédito. En dicho entorno, ecosistemas como el Wechat de Tencent (el “facebook” chino), o sistemas como el Alipay de Alibabá (el “amazon” asiático), sirven para hacer efectivos un porcentaje muy elevado de los pagos, transferencias o transacciones diarias (y no sólo de productos online, sino sobre todo en las tiendas físicas), lo que genera una cantidad de datos tremendo a las empresas chinas de los que no disponen en tanto grado nuestros Facebook, Amazon o Google. En una sociedad, además, en la que no existe el mismo respeto y protección de la privacidad.
Y es que, como explica el autor, una vez que la tecnología disruptora está más o menos disponible, los avances se van produciendo en muy pequeñas dosis, sin que sean necesarios grandes visionarios, y bastando, en el caso de la inteligencia artificial, con ingenieros bien cualificados y, sobre todo, con las herramientas suficientes para poder avanzar en ese campo: básicamente ingentes cantidades de datos, de los que las grandes empresas tecnológicas chinas disponen a raudales. (Para cerrar el círculo, tanto el Gobierno como los empresarios chinos están apostando también muy fuerte por empresas locales creadoras de hardware).
Por todo ello el autor considera que el futuro será de las grandes empresas tecnológicas estadounidenses y chinas; las del resto de países, en el mejor de los casos, tendrán un papel testimonial. Un futuro que, según él, estará cada vez en manos de menos jugadores, aunque mucho más grandes, y que supondrá un importante riesgo para una parte importante de los empleos actuales, no necesariamente aquellos con labores consideradas hasta hoy como “menos cualificadas”. Pero de eso nos ocuparemos en el próximo artículo.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!