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El invierno del descontento

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A comienzos del otoño de 1978, el Reino Unido afrontaba su sexto año en declive económico. A la recesión provocada por la Guerra del Yom Kipur se le sumaba la contracción inmediatamente consecutiva a la enorme expansión monetaria de mediados de la década. El gobierno conservador de Edward Heath respondió con controles de precios y salarios, lo cual fue severamente castigado por el electorado británico en las elecciones de 1974 (comicios que hubieron de repetirse en octubre tras no alcanzarse en febrero una mayoría absoluta para ninguno de los partidos).

En ese momento, el Partido Conservador entró en una catarsis. Frente a los postulados imperantes de la época, basados en la mayor intervención económica como respuesta a las crisis siguiendo el manual keynesiano, el ala más liberal del partido, fundamentada en la economía de mercado, menos corporativismo y reducciones de impuestos y gasto público, terminó imponiéndose tras la convención del Partido en 1974. Margaret Thatcher, una diputada de tercera fila, era elegida líder del Partido con un discurso absolutamente nuevo y rompedor.

La situación de la economía británica no podía ser más deplorable. Las nacionalizaciones iniciadas por el laborista Clement Attlee, y que Winston Churchill no enmendó en su segundo mandato, habían traído consigo una consecuencia no intencionada: el enorme poder que los sindicatos ostentaban a la hora de negociar salarios. Los déficits presupuestarios, financiados en su mayor parte por emisiones monetarias, llevaron las tasas de inflación por encima del 10% durante toda la década de los 70. Esta situación estalló en el invierno del 79, cuando las subidas salariales con el fin de mantener el poder adquisitivo de los trabajadores llevaron la tasa de inflación por encima del 20%. El gobierno laborista entró en razón y propuso mantener los incrementos salariales en un máximo del 5%, a lo que los sindicatos respondieron con una serie de huelgas generales que paralizaron el país. Los electores responsabilizaron a los laboristas y los expulsaron del poder en octubre de 1979.

Thatcher había tomado nota. Su formación económica en Oxford, donde tuvo ocasión de leer Camino de servidumbre, lo cual le llevó a conocer personalmente a Hayek, le indicaba que no debía ceder bajo ningún concepto. “Medicina amarga”, como le gustaba llamarlo. Reino Unido tenía que vivir una terapia de choque: reducción del gasto público, reducción de la presión fiscal y, sobre todo, no ceder a los sindicatos. El poder de estos debía reducirse con la privatización de los servicios públicos estatalizados por los laboristas treinta años antes y que tantos quebraderos de cabeza daban al Estado en forma de permanentes déficits. Lo que viene después es de sobre conocido: el mayor despegue económico que haya vivido Gran Bretaña desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

El caso español no dista mucho de la situación británica en los setenta. Los españoles nos encaminamos hacia una legislatura totalmente perdida en lo que a crecimiento económico, creación de bienestar y empleo se refiere. Frente al resto de los países europeos, los cuales ya sitúan su PIB por encima de los niveles previos a la pandemia, España va a necesitar otro trimestre más de los previstos (y ya éramos los últimos), en alcanzar el nivel previo a la recesión de mediados de 2020, llevándola al primer trimestre de 2023. Por no hablar de la situación de los salarios reales: un 4,4% de caída sólo para 2022 respecto a 2021 y una caída desde 2008 del 3,1%. Lo máximo a lo que puede aspirar el gobierno es a maquillar las estadísticas con el cambio de metodología a la hora de contar desempleados, la cesta del IPC o el cálculo del PIB.

Sin embargo, los británicos contaban con un Partido Conservador que supo aprender de sus errores (treinta años tardaron, aunque nunca es tarde si la dicha es buena), mientras que en España contamos con el Partido Popular de Núñez-Feijóo para remontar la situación, cuyo liderazgo y querencia por la libertad durante la pandemia en Galicia dejan bastante que desear. Es difícil realizar predicciones, pero viendo el comportamiento del líder popular, con medidas que no se han quedado atrás en lo que a atropello de derechos fundamentales respecta, se antoja complicado que vaya a llevar a cabo la revolución conservadora al mismo nivel que Thatcher, sin dar su brazo a torcer porque sabe que el camino correcto es el marcado por, entre otros, su maestro Hayek.

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