Una de las grandes necesidades de Estados y de muchos economistas son las estadísticas económicas. Obsérvese, como primer indicio para la sospecha, que los lexemas de ambos términos, Estado y estadística, coinciden. Como ya he defendido en alguna otra ocasión[1], las estadísticas económicas son el indicador que construyen los Estados para justificar sus decisiones en el ámbito económico, al no poder utilizar la señal económica por excelencia, el precio, que es la que usan los individuos para sus decisiones.
En otras palabras, las estadísticas constituyen el sucedáneo barato y manipulable del precio. El proceso de gestación de las mismas merece sin duda un estudio profundo, pero es fácil imaginar que también están sujetas a un proceso de prueba y error, en el que termina siendo determinante la intención que tenga el Gobierno para el indicador. Así, la atención a la prima de riesgo es relativamente novedosa, y hasta esta crisis era un indicador que, de existir, pocos conocían.
Durante estos años se han manejado otros indicadores para medir el riesgo soberano, como el tipo de interés de los bonos a distintos plazos o los CDS, pero el tiempo ha hecho que se consolide como principal indicador del riesgo de España la ya citada prima de riesgo, que tiene la virtud de esconder el valor absoluto del interés que España paga por su deuda, algo harto conveniente para el Gobierno. Todos somos muy felices mientras la prima de riesgo baje, aunque España esté pagando el triple por sus préstamos. Es más, el colmo de la felicidad se produciría si a Alemania se le encarecieran los préstamos recibidos, pues nos podría llevar a primas de riesgo negativas, aunque estuviéramos pagando tipos de doble dígito.
Otro ejemplo, conveniente y sobradamente analizado aquí[2], es el déficit público.
En todo caso, seamos benévolos y admitamos que la intención original del Gobierno al crear las estadísticas, haya sido realmente tener una guía objetiva para sus decisiones. Pudiendo ser así originalmente, el problema se produciría cuando dichas estadísticas pasan a dominio público y empiezan a considerarse como un indicador del desempeño del Gobierno. Pues es entonces cuando el Gobierno, que es también quien "objetivamente" las elabora, puede tener una fuerte tentación de cambiar los métodos y criterios de elaboración para que el resultado parezca mejor a ojos de la opinión pública de lo que realmente es.
En este contexto hay que entender los distintos ajustes que se hacen de las estadísticas, por ejemplo, debido a circunstancias estacionales, y que terminan ocultando las realidades objetivas que se puedan producir.
Viene todo esto a cuento por la reciente creación del llamado IPC a Impuestos Constantes. Se trata de una revisión del Índice de Precios al Consumo, esto es, de lo que nos sube mes a mes el precio de una cesta de bienes que supuestamente representan el consumo medio de una persona o de un hogar. Pero en el IPC-IC, que así se abrevia la creación, se descuenta de dicha subida de precios la posible subida de los impuestos sobre los bienes formando la cesta.
Cabe preguntarse qué puede representar tal indicador. Al menos, el IPC te puede dar una idea de cómo se encarece la vida conforme pasa el tiempo, idea tanto más distorsionada conforme se aparte tu consumo de la cesta media que supuestamente consumimos. Pero ¿el IPC-IC?
Parece como si tratará de verse la evolución de los precios de los bienes que consumimos, pero sin contar el IVA o el impuesto de Hidrocarburos. Quizá para un empresario, esa evolución pueda tener sentido, pues el IVA lo va a poder repercutir a su cliente, o el de Hidrocarburos considerarlo gasto y desgravarlo. Pero para el ciudadano qua consumidor, esto es, al que le resulta relevante el IPC (no se olvide, precios de consumo), es absurdo darle una evolución de precios que no contenga el IVA, como si éste no lo tuviera que pagar. Pues eso es lo que hace el IPC-IC.
Si se analiza desde la perspectiva del Gobierno, y más en unos momentos de constante subida de impuestos, entonces sí que cobra toda la lógica del mundo. Con este indicador, el Gobierno oculta los efectos de su política fiscal sobre los precios de los bienes que consumimos: ningún Gobierno quiere que el IPC se dispare por culpa de la subida del IVA, claro.
El siguiente paso, que solo se puede dar con la connivencia de los medios, es que la gente, los analistas, dejen de preocuparse por el IPC y empiecen a fijarse en el IPC-IC. Estoy seguro de que, a la menor oportunidad, sesudos analísticas mediáticos justificarán de forma muy convincente que lo que es relevante para la sociedad es el IPC-IC, en lugar del IPC, de la misma forma que nos han convencido de que lo relevante es la prima de riesgo y no el tipo de interés pagado por la deuda.
De forma más pragmática, el Gobierno ya está usando este índice o alguno de sus derivados, para revisar determinadas tarifas y prestaciones que están en sus manos. Es lógico: lo último que quiere el Gobierno es tener que subir la pensión a los jubilados como consecuencia de la subida del IVA.
El IPC-IC no es más que otra vuelta de tuerca para convencernos de que vivimos en los mundos de Yupi. ¿Nos convencerán de que pueden subir el IVA del bien sin que nos suba su precio? Al tiempo.
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