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El laicismo de Estado de Público

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Los diez mandamientos de Público, cuya formulación –dicho sea de paso– es todo un reconocimiento a las raíces cristianas de nuestra cultura, me parece en sí un desafío ideológico bastante más serio que cualquiera que haya hecho Escolar hasta la fecha, que cuando ha intentado cosas similares –véase si no el ridículo que hizo con su propuesta de nacionalización del dinero electrónico, como por otra parte hace siempre que intenta acercarse al mundo de la economía– ha fracasado miserablemente.

Por un lado, explica perfectamente la verdadera razón de por qué Público no tiene editoriales; por mucho que los periodistas progres se pongan estupendos con aquello de separar opinión de información, este texto es un editorial del diario colocado como si fuera un reportaje. Resulta mucho más cómodo; publicar editoriales diarios obliga a disponer de una serie de periodistas o colaboradores dispuestos a escribirlos con suficiente capacidad intelectual y literaria para abordar semejante tarea, algo de lo que evidente carecen. Por otro lado, el texto es un digno ejemplo de propaganda política; carece por completo de profundidad y no da razón alguna de sus tesis, sino que se limita a exponerlas como si fueran verdades evidentes por sí mismas. Sin embargo, están muy lejos de serlo en cuanto se examinan siquiera por encima, como suele suceder; la propaganda no espera imponerse por medio de la razón, sino a base de una repetición machacona.

El primero de los errores es el marco conceptual en el que se mueve. Si suponemos que Público acepta la Constitución y las vías de modificarla, debe respetar que España no es un Estado laico sino aconfesional, y que debe cooperar con las confesiones religiosas, y especialmente con la Iglesia católica. También que en España no hay consenso para modificar la Constitución, y menos en este punto. Pero como son estas discusiones las que mueven los consensos, como nos recuerda el caso del aborto en los 80, y dado que Zapatero y su caballería mediática están plenamente dispuestos a repetir la jugada, conviene analizar este texto breve y superficial como una suerte de confesión de intenciones del progresismo gobernante.

Así, desde el comienzo destaca que, por más que aseguren querer un Estado laico (la separación de Iglesia y Estado), en realidad persiguen un claro laicismo de Estado (la exclusión de la religión católica del ámbito público). El primer mandamiento está dedicado a pedir la prohibición de las escuelas concertadas religiosas. En un verdadero Estado laico, las religiones no tienen privilegios, pero tampoco deben carecer sus integrantes de los derechos que gozan los demás ciudadanos. No hay ninguna razón para que un sindicato o una asociación de izquierdas puedan montar un colegio concertado y no se le permita hacer lo propio a la Iglesia católica. Especialmente cuando, educativamente, logran mejores resultados que los colegios públicos. Parece claro que la proliferación de alternativas es un bien para la enseñanza, a no ser que se considere un bien aún mayor el adoctrinamiento en la ideología sectaria de la izquierda en los centros públicos, que parece ser lo que en el fondo se persigue.

Esto se demuestra también con su segundo mandamiento, en el que su mismo enunciado («No sermonearás fuera del púlpito») demuestra un notable afán totalitario en imponer la mordaza a los demás, que no a uno mismo (¿verdad que sería inadmisible un «no ideologizarás fuera del partido»?). Sin duda, sería una opción más respetuosa con la aconfesionalidad del Estado la ausencia de asignatura de Religión, aunque no creo que haya educación completa sin un conocimiento del hecho religioso y su historia, con especial atención a la católica, al igual que en Historia parece lógica una mayor atención a la Historia de España. En cualquier caso, debiera ser una opción, y por una asignatura optativa que hay, que además es mayoritariamente escogida por los padres, no parece una prioridad su eliminación.

A partir de ahí entra en cuatro mandamientos de importancia exclusivamente simbólica; la progresía encuentra inadmisible que existan funerales de Estado, que militares, funcionarios o políticos acudan a las celebraciones religiosas, que existan religiosos en instituciones públicas o incluso que un porcentaje mayoritario de nuestras fiestas sean religiosas o tengan ese origen. Esto último resulta de difícil defensa, pues no se puede ni comparar la importancia que tiene para los españoles las principales festividades religiosas, como la Navidad y la Semana Santa, en comparación con las principales fiestas con el sello de laicidad, como el Primero de Mayo y el Día de la Constitución. Es más, siguiendo esos criterios tan estrictos, no cabría considerar el Primero de Mayo como una fiesta de todos, sino sólo de los sindicalistas, de modo que también habría de ser erradicada de los calendarios. En definitiva, cabe indicar que una sociedad se expresa a través de sus símbolos, y que la sociedad española encuentra natural que muchos de ellos sean católicos porque, qué le vamos a hacer, la historia y la tradición de nuestro país es inseparable de esa religión.

Más sectario aún es el séptimo mandamiento, en el que considera que debe ser la Iglesia la que conserve su patrimonio artístico sin financiación estatal. Podría considerarse un objetivo loable y hasta liberal si se extendiera a otros Bienes de Interés Cultural; hay 15.849 inmuebles así declarados en España. Evidentemente, la mayoría son iglesias, ermitas, conventos, monasterios y catedrales, como corresponde a un país con nuestra tradición, pero también hay muchos edificios civiles, y no pocos son de propiedad privada; hay hasta pueblos enteros así declarados y que disponen de dinero estatal para su conservación, junto con infinidad de restricciones en cuanto a su uso.

En la misma línea va el noveno, que pretende prohibir a la Iglesia el acceso a los medios públicos, es decir, pagados por todos, olvidando que cualquier grupo suficientemente numeroso y por tanto representativo puede hacer lo propio por la misma regulación de las televisiones de titularidad estatal. ¡Hasta protesta Público por la retransmisión de procesiones de Semana Santa! ¿Debemos prohibir también la de eventos deportivos de muy escasa relevancia y seguimiento?

La progresía parece querer prohibir a la Iglesia algo que no se desea impedir a otros grupos no religiosos. Podría resultar sensato y coherente perseguir un tratamiento igualitario. Por ejemplo, prohibir la existencia de medios públicos de comunicación y el uso de dinero público para cuidar el patrimonio artístico –que sería lo liberal– o prohibir el acceso a cualquier grupo privado a esos medios y nacionalizar los bienes de interés cultural de titularidad privada –que sería lo socialista–, pero lo que no parece de recibo es tratar a unos y otros de forma distinta.

Más sensato parece el octavo mandamiento, en el que se pide a la Iglesia que trate con mayor agilidad y transparencia las peticiones de apostasía, aunque algunas de las exigencias asociadas –como la de borrar del libro de bautismo en lugar de anotar «la baja»– resultan un poco ridículas. La Iglesia debería, como han hecho casi todas las instituciones privadas y muchas públicas –con algunas excepciones clamorosas, como la de la Justicia– informatizar este tipo de archivos y facilitar la consulta y cancelación de esos datos. Otra cosa es que este punto tenga mayor importancia que, no sé, el correcto tratamiento que pueda hacer Movistar de nuestros datos. Es más, tiene bastante menos, porque no se nos cobra por permanecer como cristianos en el registro de la parroquia donde fuimos bautizados.

También es razonable la petición de la autofinanciación, que la misma Iglesia y el Concordato reconocen, y que básicamente se ha alcanzado con el nuevo acuerdo –mérito del Gobierno de Zapatero– por el que el Estado ejerce básicamente de recaudador, pero que deja de proveer fondos a la Iglesia de aquellos contribuyentes que no lo deseen. Faltan dos pasos: la devolución del dinero correspondiente de quienes no quieran darlo a la Iglesia católica y, posteriormente, la asunción de esa tarea recaudadora por parte de la propia institución.

Eso sí, dado que vivimos en un Estado providencia en que sindicatos, partidos políticos, artistas diversos y un largo etcétera viven de la subvención pública, cebarse en un acuerdo de este tipo como si fuera una excepción es, de nuevo, un ejemplo de ese laicismo de Estado que pretende excluir la religión de la vida pública, impidiendo a los fieles su participación en ella como auténticos ciudadanos, en lugar de un sano Estado laico como el estadounidense, en el que la religión forma parte del ágora en igualdad de condiciones con otras instituciones, como puedan ser partidos políticos, sindicatos o laboratorios de ideas como el mismo Juan de Mariana. Pero claro, eso sería lo mismo que reconocer las bondades de la igualdad ante la ley, anatema para un diario como Público y una ideología como el progresismo.

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