Se identifica al liberalismo con el siglo XIX. Pero si tenemos que aferrarnos a ese artificio, mejor remontarnos al siglo XVIII, cuando se expresaron muchas de las ideas más originales y ciertas sobre la convivencia humana y los riesgos que corre. Hay cierta lógica en ello. Si nos remontamos a dos siglos y medio antes, vemos nacer el Estado moderno. Pero el apogeo no llega hasta aquel dieciocho. Por lo que a nosotros nos interesa aquí, lo relevante es qué ocurrió en Inglaterra y, desde 1707, en Gran Bretaña. Allí la corona se fue liberando de las ataduras y las servidumbres del feudalismo. Con todo, el sistema político no había llegado al absolutismo, sino que tenía un cierto equilibrio entre la monarquía, la aristocracia y la democracia. Se ha dicho de aquel país que evitó los excesos fiscales y militares de otros países, y que ello se debía a su aislamiento, o a las «libertades inglesas» o al hecho de que la clave del dinero lo tuviera la gente, o más bien el gentry, la baja nobleza.
Pero no es así en ningún sentido. De hecho, Gran Bretaña descuella sobre el resto de Estados nación en la construcción de un Estado fiscal-militar. Los impuestos crecieron rápidamente. En términos constantes, se multiplicaron por ocho entre 1670 y 1790. Lo mismo cabe decir del Ejército. Tras la Revolución Gloriosa contaba con unos 15.000 efectivos, y en 1713 se había multiplicado por diez: 144.650 efectivos, sin contar con los mercenarios.
De modo que el problema al que se enfrentaron los pensadores que forjaron el liberalismo allí, y no es diferente en otros Estados, es el crecimiento del complejo militar-fiscal, su crecimiento autónomo al margen de los deseos de la gente, y con una lógica propia sencilla y que no descansa: el poder. En el caso de Gran Bretaña, ese crecimiento se facilitó por dos elementos. Uno, que la Cámara de los Comunes pudo trasladar el coste del Estado a clases que no votaban, como eran las clases más populares. Eso explica que la mayoría de los ingresos del Estado, en torno al 80 por ciento, proviniesen de las manufacturas y del comercio, mientras que los impuestos sobre la tierra sólo aportaban el 20 por ciento restante. Y dos, la creación del Banco Central que permitió a la corona británica multiplicar su endeudamiento.
En las colonias se tenía muy presente el crecimiento de ese complejo fiscal-militar en la metrópoli. Y se veía al resto de Europa como países presas de «despotismos turcos», con sus libertades aún más entregadas al capricho de la Corte. Este es el problema que se plantearon quienes se acabaron oponiendo a la Constitución de los Estados Unidos, y a los que la historia ha llamado, impropiamente, «antifederalistas».
Los Estados Unidos tenían ya una Constitución; se llamaba, en plural, Los Artículos de la Confederación y la Unión Perpetua. Crearon un gobierno central sin poder fiscal, y por tanto con una capacidad militar limitada. No parecían un instrumento adecuado para librar una guerra de independencia contra un rival tan poderoso como la Gran Bretaña. Pero aun así, ganaron.
Pero el peso de la deuda, una vez concluida la guerra, amenazaba la propia unión, y un grupo de políticos, los llamados federalistas, buscaron crear una nueva unión que creara un gobierno central poderoso, que le acercase a las grandes potencias europeas. Todo el debate sobre la Constitución lo es sobre la creación de un Estado con un complejo fiscal-militar poderoso.
Son muchas las críticas de los antifederalistas a la nueva Constitución. Pero las principales son tres. Por un lado, el nuevo poder central supondría una amenaza para el poder local y estatal. Cuanto más dividido estuviese localmente el poder, más controlado estaría por los votantes. Lo mismo podría ocurrir con ciertas instituciones tradicionales participadas directamente por el pueblo, como el jurado o las milicias. El segundo argumento es que la Constitución preveía la creación de un Ejército permanente (standing army). Y el tercero, que ese texto permitía una recolección de impuestos casi sin límites. Este es el contexto del mensaje antifederalista.
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