En su libro El Nuevo Estado Industrial (1967) el economista John Kenneth Galbraith denunciaba que la separación de la gestión y la propiedad en las grandes corporaciones estaba conduciendo a que los directivos (a los que él llamaba tecnoestructura) retuvieran el poder dentro de la empresa y la utilizaran para perseguir fines particulares en lugar de buscar el incremento del valor para los accionistas.
Conforme las empresas iban creciendo en tamaño, el control que pueden ejercer los propietarios se atomiza entre un mayor número de acciones, lo que dota a los directivos intermedios de una gran autonomía en sus departamentos para emplear los medios de la empresa en la consecución de sus fines particulares.
Mientras que los accionistas quieren incrementar el valor de mercado de la empresa, la tecnoestructura busca expandir al máximo las ventas y el tamaño de sus departamentos, aun cuando tengan que reducir el margen por unidad vendida y obtener menos beneficios de los que podrían haber ganado con un margen mayor. Según Galbraith, los directivos adoran el crecimiento de las ventas porque de ese modo incrementan su prestigio y el número de subordinados. Cuando las compañías crecen en tamaño, se producen ascensos, promociones y nuevas contrataciones: con las ventas, la tecnoestructura se perpetúa a sí misma.
Hasta aquí la crítica de Galbraith puede resultar adecuada para determinados casos; es cierto que muchos directivos se obsesionan con crecer y para ello no duda en insuflar capital a proyectos de muy bajo rendimiento que no compensan a los accionistas.
Ahora bien, lo que la convierte en una teoría en falaz es que el economista canadiense creía que ésta era una tendencia inexorable del capitalismo contra la que no existía ningún remedio endógeno. Para Galbraith, la complejidad de los procesos productivos actuales hacía inviable que un solo empresario dirigiera y comprendiera toda la compañía, por lo que tenía que delegar en unos gestores especializados en sus tareas (tecnoestructura). Al no comprender todos los aspectos de la compañía, el empresario-propietario o el Consejo de Administración tampoco podían fiscalizar a los directivos, puesto que poseían información privilegiada sobre el funcionamiento de su área de competencia, esto es, eran los únicos con capacidad para tomar decisiones.
Dado que no podía prescindirse de ellos pero tampoco se les podía fiscalizar, la supremacía de la tecnoestructura estaba garantizada. La única solución factible pasaba por que el Gobierno frenara y limitara la influencia de la estructura a través de impuestos, regulaciones y educación pública.
Esta segunda parte del análisis resulta claramente defectuosa. El primer problema es que Galbraith confunde planes técnicos con planes económicos. No es lo mismo saber que tenemos que llegar a X (plan económico) que conocer los distintos procedimientos para llegar a X (plan técnico). La labor del Consejo de Administración (o del Consejero Delegado) es anticipar qué bienes o servicios necesitan los consumidores (plan económico) y no necesariamente saber cómo se fabrican esos bienes o servicios (plan técnico). Los directivos y los gestores subordinados (tecnoestructura), por su parte, se encargan de generar e implementar los planes técnicos que desarrollan los planes económicos.
Y lo cierto es que para crear valor resulta mucho más relevante saber o decidir que hay que fabricar un automóvil con ciertas características y a un determinado precio de venta que conocer el proceso tecnológico que nos permitirá hacerlo. Toda producción responde a unas necesidades, y el paso decisivo consiste en saber de su existencia y extensión. Es por ello que la tecnoestructura sí puede ser fiscalizada internamente cuando no logra los objetivos determinados por sus superiores, a pesar de que éstos no dispongan de toda la información técnica.
Pero además, la tecnoestructura también puede ser fiscalizada externamente. En caso de duda sobre su actuación, el Consejo de Administración siempre puede recurrir a asesores o consultores externos a la empresa para que evalúen aquellos departamentos que están frenando la creación de valor.
En definitiva, si el empresario-propietario actúa con decisión, la tecnoestructura difícilmente podrá sustituir su rol de incrementar el valor de la empresa localizando y satisfaciendo los deseos de los consumidores.
El segundo error de Galbraith es que el mercado sí posee diversos instrumentos para corregir la tendencia de una mala gestión empresarial.
Por un lado, encontramos los controles internos, es decir, mecanismos de remuneración basados en el valor creado por los propios directivos que puede llegar al extremo de convertir a los propios directivos en propietarios de acciones. Cuanto mayor sea la porción del salario basada en la creación de valor en la empresa (participaciones en beneficios, incentivos, opciones de compra sobre acciones), menor propensión tendrán los gestores de las distintas unidades en destruir valor incrementando las ventas no rentables.
Por otro, tenemos los controle externos. Una empresa que insufle valor en proyectos de muy bajo rendimiento cotizará por debajo de su valor contable dado que los accionistas querrán liquidar sus acciones para invertir en otras empresas donde puedan lograr una rentabilidad mayor a un riesgo análogo.
En ese contexto, el atractivo para lanzar una OPA (por ejemplo a través de una recompra apalancada de acciones) aumenta considerablemente. De hecho, existen empresas, como KKR, que se dedican exclusivamente a hacer esto: compran la empresa ineficiente, expulsan a la mala dirección, liquidan los departamentos que no son rentables y la reestructuran financieramente. A partir de ese momento, su valor de mercado reflotará y la empresa opante logrará una sustanciosa ganancia.
Por último, la teoría de Galbraith contiene un error sobre la motivación de los directivos. Es cierto que los gestores pueden tratar de lograr otros fines distintos a por los que fueron contratados, pero esto no es ni mucho menos algo indefectible.
Si Galbraith afirma que los directivos y los gestores pueden estar más interesados en crecer para lograr prestigio y promocionar que en generar valor para el accionista, lo cierto es que no puede haber mayor desprestigio para un equipo directivo que hundir el valor de mercado de la empresa, esto es, no puede haber mayor desprestigio profesional que no lograr los objetivos para los fueron contratados. Tal y como explica Warren Buffett, "nuestras estrellas tienen exactamente los trabajos que quieren, que esperan y confían mantener a lo largo de toda su vida laboral. Por lo tanto, se concentran exclusivamente en maximizar el valor a largo plazo de las empresas que "tienen" y quieren. Si las empresas van bien, ello quiere decir que han triunfado".
Queda claro, pues, que existen mecanismos económicos suficientes, tanto dentro como fuera de la empresa, para lograr reorientar a las compañías hacia la creación de valor para sus propietarios. En el caso de Galbraith, la ceguera se unió con el deseo de no ver, pues así podía pedirle un lazarillo al Estado a costa de los videntes.
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