Liberales y conservadores, hasta la década de los años veinte del pasado siglo y, posteriormente, conservadores y laboristas, se alternaron en el gobierno británico, si bien las mayores estancias en el mismo correspondieron a los tories. Bipartidismo perfecto y primeros ministros como Margaret Thatcher y Toni Blair disfrutaron de mayorías absolutas, lo que les permitió transformar económica y constitucionalmente el país.
El escenario que podemos encontrar a partir del 7 de mayo aportará novedades significativas. Partidos pequeños como UKIP o el Scottish National Party, aspiran a algo más que una presencia simbólica en el Parlamento. En efecto, los de Nigel Farage quieren monopolizar la política dubitativa de los conservadores hacia materias de especial sensibilidad, como la inmigración y la Unión Europea.
Las recientes euroelecciones resultaron altamente provechosas para UKIP. Su nicho de votantes no se basa exclusivamente en tories descontentos, sino también en sectores de la clase trabajadora, en especial la inglesa, fenómeno este último que el laborismo ha menospreciado.
En cuanto al SNP, se ha convertido en la estrella emergente de la política británica. Perdió el referendo in vs out celebrado en Escocia el pasado 18 de septiembre pero desde entonces, ha incrementado tanto el número de afiliados como el de votantes potenciales, ambos a costa de un laborismo que, con Ed Miliband, ha retrocedido ideológicamente hasta los años setenta, cuando la izquierda se hizo con las riendas de la formación. Durante la década de los 80, los liderazgos de Michael Foot y Neil Kinnock sólo provocaron la división en un partido incapaz de plantear batalla electoral a Margaret Thatcher y John Major.
La táctica seguida por Miliband desde que fue elegido líder del partido laborista (septiembre de 2010) ha consistido, básicamente, en acusar a David Cameron de multiplicar los recortes en el gasto público. Frente a ello, ha propuesto una defensa a ultranza de la subida de los impuestos, que ha suscitado la crítica en contra del mismísimo Blair, consciente de que el principal riesgo que conlleva el extremismo es el rechazo electoral durante varias legislaturas.
Poco más ha aportado Miliband. A falta de cuatro meses para las votaciones, se observa que con ello no le bastará para ganar los comicios. Además, y con esto no contaba, Escocia ha dejado de ser el feudo del laborismo y en dicha nación los sondeos no le son nada halagüeños (en el mejor de los casos, le dan un 24% en intención de voto).
Es ahí donde el SNP le tiende su mano, o más bien le da el abrazo del oso, ya que la formación liderada por el binomio Nicola Sturgeon/Alex Salmond apuesta por sostener a un hipotético (y en minoría) gobierno laborista en Londres, a través de apoyos a medidas puntuales, nunca de un pacto.
Curiosa, que no sorprendente, la actitud del nacionalismo. Hace unos meses, ansiaba la implosión del Reino Unido y ahora irrumpe como su mesías salvador, bajo el mantra de asegurar la gobernabilidad del país, empleando un discurso claramente sectario, que tiene como fin estigmatizar a los tories (cuya presencia, en lo que a Escocia se refiere, es testimonial).
El modus operandi del SNP demuestra a las claras la voracidad del nacionalismo para el que lo importante no son los ciudadanos, sino los territorios. Generar desigualdades, en función de agravios más supuestos que reales, es otro de los componentes de su discurso. La parte dictaría la política que debe seguir el todo. Este escenario resulta ciertamente familiar en España, donde el nacionalismo periférico está instalado en la reivindicación y el regateo, lanzando órdagos de manera constante.
Al respecto, Miliband no ha dado una respuesta contundente en un sentido u otro. En cuanto a Cameron, la situación del Partido Conservador tampoco resulta envidiable y, aunque la mejora de la economía juega a su favor (lo que mantiene intacta la escarapela de los tories como gestores eficaces), tampoco parece que ello le vaya a garantizar la mayoría.
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