Si el rol del Estado a lo largo de la historia económica de Europa ha sido importante se debe, entre otras cosas, a que, dependiendo del país, los gobernantes han sabido o no desarrollar un sistema de incentivos que favorecieran las decisiones de los ciudadanos. Estas decisiones, que siempre van a buscar su propio interés (y el de la prole), sea cuales sean las barreras que se presenten, afectarán positivamente o negativamente al grupo, en gran medida, dependiendo del entorno en el que se tomen: la legislación, la educación, la renta per cápita, las alternativas, etc.
Pero la acción del Estado no tiene por qué constreñirse a la intervención directa, que suele ser muy peligrosa, sino que también se manifiesta en cambios legislativos que disminuyen el coste de la inversión, o que favorecen la contratación, o que, simplemente, aseguran mediante instituciones judiciales eficientes, que cada cual va a poder trabajar sin que le roben su propiedad, sin que se incumplan los contratos, y sin sentir amenazada su vida o su integridad física.
De esta manera, en Inglaterra, un cambio en las condiciones de los contratos de arrendamientos de las tierras permitiendo contratos de larga duración supuso un incentivo para arrendadores y arrendatarios tal que favoreció una mejor explotación de la tierra y fue, a la larga, responsable de que la agricultura inglesa actuara como uno de los motores más importantes de la industrialización. Por el contrario, en España y otros países, la necesidad de encontrar un tamaño óptimo de explotación agrícola se hizo vía expropiación. Y además, los problemas parlamentarios llevaron a que se hiciera tarde y mal, así que ni siquiera se cumplieron los objetivos perseguidos por quienes creyeron que merecía la pena saltarse a la torera el respeto por la propiedad privada porque el fin pretendido suponía un bien mayor.
Pero parece que la historia económica, que está plagada de ejemplos de este tipo, no sirve. Y los gestores europeos siguen jugando con los incentivos de los ciudadanos de manera, a mi juicio, irresponsable por lo simplista del planteamiento. La última ocasión ha sido el llamado QE europeo, una medida de política monetaria que va a inyectar mucho dinero (y no voy a dar ni una cifra adrede) para lograr un objetivo de inflación determinado. Los expertos nos cuentan que la retorcida interpretación de los estatutos (el BCE no puede comprar deuda a los estados excepto en mercados secundarios), las condiciones especiales (no habrá esterilización compensatoria) y todo lo demás es fruto del mandato que tiene el BCE desde sus orígenes y que hace lo que debería haber hecho en el 2011.
Los técnicos, expertos en modelización, obsesionados con la economía matemática (de lo cual alardean como si eso les hiciera ganar puntos), plantean contrafactuales muy peligrosos y modelos que, a sabiendas de que no indican más que la tendencia y no siempre la correcta, los gestores de política económica usan como bolas de cristal. Y algunos economistas politizados con ardor europeízante te cuentan que la mutualización de la deuda es una condición necesaria para la construcción de una unidad político-económica, en la que ni se plantea si es bueno, malo o regular distribuir las cargas, y que es un atraso mirar quién ha generado o cómo esa deuda y echárselo en cara. El famoso "todos contra el fuego".
Todos ellos te miran raro cuando hablas del riesgo del desincentivo al desapalancamiento que he oído y leído exponer a Juan Ramón Rallo, entre otros; o cuando expones tus dudas acerca del resultado final de esa medida porque no va a funcionar en todos los países igual ya que debe ir acompañada de otras reformas de carácter estructural, que suelen estar ligadas a intereses políticos espurios; o cuando cuestionas la mayor, es decir, ¿es mala la deflación siempre?, ¿y para quién?, ¿si no fuéramos deudores estaríamos tan felices con tasas mayores de inflación?
Y es en ese punto donde quiero hacer una reflexión. Los españoles nos posicionamos en el lado de los deudores por defecto. En nuestra mentalidad (y la historia económica de nuevo corrobora esta idea) somos los que pedimos, los que acudimos al mercado de capitales internacional, los que necesitaron capital francés para construir el ferrocarril en el siglo XIX. Eso no es necesariamente malo. Lo terrible es que justifiquemos penalizar a los ahorradores de otros países (Alemania, por ejemplo). Porque al final ¿qué incentivos van a tener para prestarnos? ¿que señales estamos mandando a los prestamistas de "la casa europea"? Probablemente tendrán más razones para prestar a países no europeos pero más considerados.
Y, para terminar, ¿cómo pretendemos replantearnos el modelo productivo español tras el fiasco de la construcción, con esa actitud ante los ahorradores y los generadores de capitales? Quienes penalizan el ahorro y la inversión deberían plantearse que hay un futuro más allá del corto plazo.
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