El plan de Trump consiste un marco en el que sean las empresas privadas las que inviertan un billón de dólares en mejorar las infraestructuras americanas.
Una de las propuestas más llamativas de quien será el próximo Presidente de EEUU, Donald Trump, es su ambicioso plan de infraestructuras. Prueba de la importancia que dicho plan tiene para el futuro inquilino de la Casa Blanca es que fue una de las pocas medidas que mencionó en su discurso en la noche electoral en la que se proclamó vencedor: “Vamos a reconstruir nuestras carreteras, puentes, túneles, aeropuertos, escuelas, hospitales. Vamos a reconstruir nuestras infraestructuras”. Su plan, publicado por el economista Peter Navarro y el inversor Wilbur Ross (después nombrados por Trump Consejero de Comercio Nacional de la Casa Blanca y Secretario de Comercio respectivamente), ha provocado un intenso debate en los medios de comunicación.
El sector de las infraestructuras suele ser uno de los peor analizados por comentaristas políticos y económicos en los medios de comunicación. El criterio que sigue la inmensa mayoría de la opinión pública para valorar la conveniencia o no de inversiones en infraestructuras puede resumirse en una sencilla frase: cuanto más, mejor. Para sostener dicha conclusión es habitual recurrir a una serie de argumentos falaces que, de tanto repetirlos, ya son asumidos como ciertos por la opinión pública.
Se nota que muchos medios de comunicación, en el análisis del plan de infraestructuras de Trump, no han pasado de los titulares. Muchos medios han hecho una lectura tan superficial de la propuesta que la han confundido con el típico plan socialdemócrata que Barack Obama o Hillary Clinton habrían firmado sin dudar: se anuncia una cifra total de inversión (en este caso, un billón de dólares) y se justifica con las habituales falacias a las que siempre se recurre para defender la necesidad de aumentar la inversión en infraestructuras.
En primer lugar, se afirma que las infraestructuras estadounidenses necesitan con urgencia inversión adicional porque así lo afirman estudios elaborados por grupos como la National Association of Manufacturers o la American Society of Civil Engineers. Decía el humorista John Oliver que esto es como dejar a la American Society of Golden Retrievers opinar sobre la insuficiente inversión en pelotas de tenis: al fin y al cabo son grupos de interés que se beneficiarían de dicha inversión. Segundo, se justifican dichas inversiones con falacias típicamente keynesianas: “La inversión en infraestructuras estimulará la economía, creará empleos y aumentará ingresos fiscales”. Y por último, se hace énfasis en el beneficio patriótico para el país: “Pondremos acero americano producido por trabajadores americanos en la columna vertebral de las infraestructuras americanas”.
Ninguno de estos argumentos supone una justificación lógica para la inversión en infraestructuras. El nivel de inversión necesario, ya sea en nuevas infraestructuras o en reparación de infraestructuras existentes, es una decisión que debe adoptarse localmente, a nivel microeconómico. Sólo se debería acometer cada inversión individual si la utilidad que dicha inversión va a proporcionar a los usuarios es superior al coste de oportunidad de los recursos y el capital empleados; de lo contrario, dichos recursos deberán emplearse en otras líneas de producción que los consumidores valoren más. Es una decisión, por tanto, que tendrá que tomarse en un entorno de mercado en el que el sistema de precios haga posible el cálculo económico racional.
Si mordemos el anzuelo de no pasar de los titulares, el plan de infraestructuras de Trump de entrada suena mal para un liberal. Sin embargo, una lectura algo más detenida del documento cambia en buena medida la perspectiva del ambicioso programa. La realidad es que, aunque muchos lo hayan entendido así, el plan de Trump no consiste en que el Estado sea quien invierta un billón de dólares en infraestructuras, como proponían Hillary Clinton o Bernie Sanders, sino en crear un marco en el que sean las empresas privadas las que inviertan ese billón de dólares en mejorar las infraestructuras americanas.
Para incentivar a las empresas a invertir en carreteras, puentes, túneles, ferrocarriles o aeropuertos, Trump plantea conceder a las empresas créditos fiscales por un valor del 82% de los fondos propios que inviertan inicialmente en dichos proyectos, que equivale, según sus cálculos, a 137.000 millones de dólares (un 13,7% de las necesidades totales de inversión en infraestructuras estimadas por el equipo de Trump). Dicha cifra, según aseguran Peter Navarro y Wilbur Ross, coincide con los ingresos fiscales adicionales que el Estado obtendrá gracias al propio plan, tanto por la contratación de nuevos trabajadores como a través del impuesto de sociedades pagado por esos mismos proyectos, de forma que la medida sería neutra en términos fiscales. Además de esta llamativa medida, Trump espera que la inversión privada en infraestructuras aumente también gracias a su anunciada rebaja del impuesto de sociedades al 15% y por la profunda simplificación burocrática y regulatoria que el magnate ha prometido y que, asegura, permitirá que las empresas se lancen a invertir en este intervenido sector.
El plan de infraestructuras de Trump no está exento de problemas. En primer lugar, el poder de decisión de qué infraestructuras se construyen y cuáles no, dónde se construyen y dónde no, y quién las construye y quién no, sigue estando en manos de los estados. El hecho de que sean las empresas privadas las que construyan y operen dichas infraestructuras no elimina totalmente las distorsiones que introducen las administraciones públicas a la hora de asignar unos proyectos, rechazar otros y otorgar subsidios. En segundo lugar, los créditos fiscales anunciados, aun asumiendo que sean neutros en términos fiscales, no son neutros en términos económicos: si se otorgan privilegios fiscales a la inversión en infraestructuras que no perciben los otros sectores económicos, se tenderá a invertir en infraestructuras recursos y capital que en realidad deberían invertirse en otros sectores de la economía. Y por último, el hecho de que el Estado pueda seguir dirigiendo este sector mantiene los incentivos perversos que permiten a políticos y burócratas seguir privilegiando a sus amigos y perjudicando a quienes no lo son.
Aún con todo, el plan de infraestructuras de Donald Trump es mucho mejor que el típico programa político de inversión estatal en obras públicas siguiendo criterios puramente políticos y electoralistas. En España y muchos otros países europeos tenemos una triste tradición de destruir riqueza mediante el método de enterrar en infraestructuras que no necesitamos recursos que urgen en otros sectores. Trump, al menos, tiene la rara valentía de poner en un programa electoral que sea el sector privado quien construya, financie, opere y asuma los riesgos del desarrollo de las infraestructuras americanas. Sólo el tiempo dirá si finalmente se permite que dicho plan se desarrolle con criterios económicos racionales y de mercado, o si en cambio termina degenerando en el tradicional método político de planificación estatal de infraestructuras que ya todos conocemos.
6 Comentarios
Si es cierto que en algunas
Si es cierto que en algunas ocasiones se construyen infraestructuras que no son necesarias. En España tenemos varios ejemplos recientes. También es cierto que algunas infraestructuras que hoy parecen innecesarias, mañana no lo serán. Y es aquí donde quiero hacer hincapié. Que un estado vaya por delante de las necesidades futuras es algo loable. Construir carreteras que hoy parecen suntuarias, mañana no lo serán. Lo mismo digo de ferrocarriles, embalses, aeropuertos, hospitales, etc. Y es que construir cuando la demanda es ya excesiva no deja de ser una barrera al crecimiento y un malestar social. Dicho esto, hay que construir con responsabilidad, con perspectivas de futuro, con control presupuestario y valoración del retorno de la inversión, ya sea en términos económicos o sociales. Y siempre dentro de las posibilidades del país, sin recurrir a un endeudamiento excesivo, ni olvidarse del coste de conservación de las construcciones, que mermarán los futuros presupuestos. ¡Ah! por cierto, Keynes merece más respeto que el que se profesa desde el instituto Juan de Mariana. Un cordial saludo.
Bueno en esto yo le
Bueno en esto yo le aconsejaría cuidado y le pongo un ejemplo de mi país en los comienzos de la década de los 80 el CAME nos mando una gran cantidad de concreto (más bien sus ingredientes ya se entiende) y si le sumamos un superávit en la producción nacional (rara avis sin duda pero bueno hasta en cuba la hemos visto un par de veces) dio como resultado que había concreto para llevar y traer así las cosas un sesudo de MINCONS (ministerio de construcción) se le ocurrió que con ese superávit se iban a resolver todos los problemas viales del país , resultado se construyeron puentes hasta en lugares donde no había caminos donde quiera que hubiera un hueco sonaron un puente sin importar que no diera a ninguna parte hoy siguen por ahí desmoronándose. Yo soy mas partidario de ir invirtiendo poco a poco según valla asiéndose patente la demanda por nuevos proyectos.
Que un Estado arriesgue
Que un Estado arriesgue nuestro dinero haciendo cábalas sobre el futuro no es nada loable. Curiosa teoría esa de que necesitamos al Estado para aventurarnos en procelosas aguas, que es que somos muy miedicas.
Quienes deben ir por delante de las necesidades futuras son empresarios que comprometan su propio capital, porque administrar temerariamente el dinero ajeno para impresionar en plan factótum a un electorado “adolescente” tiene delito.
Mira, si quieres enseñar a un empresario cómo hacer negocios, no se lo digas, hazlos. Si te parece tan fácil invertir y construir en el momento oportuno, ancha es Casilla para triunfar; pero si tu fórmula mágica es construir de todo y a todas horas, que alguna vez acertarás, y total, como tiras con pólvora del rey qué más da si la cagas, entonces nos estás tomando el pelo con toda esa rimbombante, estereotipada y vacía palabrería politiquesa, que pareces un “pofesional”.
Otro día nos explicas por qué Keynes y sus burradas merecen más respeto.
Mi anterior comentario
Mi anterior comentario respondía a Adan Esmit
Ignacio. Tu análisis creo
Ignacio. Tu análisis creo es la muerte anunciada de un proyecto económico por insistirse en archi aplicadas y fracasadas «políticas económicas» keynesianas. No creo que el sustituir inversión estatal por privada en obra publica vaya a resolver el tremendo déficit fiscal americano. El contribuyente solo apreciara que deberá seguir pagando en la ventanilla del recaudador , Esta vez con el cartelito «sector privado»
Berdonio: Excelente tu acotación. La política en ciernes de Trump, manifestada por Ignacio, aparentemente no sera mas que una reedición de la reganomics que casi duplicó el gasto público de un gobierno republicano.
Creo que Trump, ante nada un hábil empresario, gestionará su gobierno al mejor estilo de la filosofía del public choice, adjudicando la obra pública anunciada a sus amigos, en una cool reedition del nefasto ya conocido capitalismo de compinches. Patético deja vu.
Pues sí, César, poco bueno
Pues sí, César, nada bueno cabe esperar de cualquier iniciativa de cualquier gobierno. Excepto en la excelencia que me concedes, siempre llevas razón
Deberíamos mantener a los políticos más lejos de la economía que de las cerillas a los pirómanos, en especial cuando nos quieren vender keynesianos equipos de extinción: ¿no sería mejor que en lugar de afanarse tanto en apagar incendios, simplemente dejaran de provocarlos?
Keynes tenía cosas de bombero. Se preocupaba de cómo controlar el incendiario desempleo, pero no de la evidente intervención política de los mercados que lo causaba. Insuficiencia de demanda era su diagnóstico (insuficiencia de agua, que diría el bombero, ignorando al perturbado del mechero y la gasolina). Aunque presumía de teoría general, los recurrentes ciclos económicos suponían para él una especie de insondable y súbito fenómeno natural (animal spirits), y el elevado paro se debía a la torpeza e incapacidad de dar la talla de los trabajadores (que de hecho no les dejaran trabajar, imponiendo condiciones laborales inasumibles al empresario, no tenía ninguna importancia). Entonces, si Mahoma no va a la montaña, la montaña iría a Mahoma: había que incrementar como fuera la demanda efectiva mediante gasto público financiado sobre todo con emisión de deuda e inflación, medida equivalente a una generalizada y encubierta bajada de salarios reales. O sea, que la intervención causa el desempleo masivo descoordinando el mercado e imponiendo altos precios artificiales y la intervención lo controla bajándolos sin que se note (porque la gente no se entera). Poco importa que entremedias se expolie y malgaste el ahorro, condenando el crecimiento, o que la gente sí se entere y la estanflación se cargue la curva de Philips, como en los setenta; en realidad se trata precisamente de eso: de generar legiones de menesterosos dependientes del gobierno.