El progresismo es una de esas ideas que son más fáciles de entender intuitivamente que de definir. El motivo seguramente es que es como el éter: está en todas partes. También se parece al éter en otro sentido: es falso. Pero sin pretender ser exhaustivos, podemos acercarnos a lo que es el progresismo de un modo muy aproximado, si tenemos en cuenta unos pocos elementos.
Uno de los más importantes es el darwinismo. Pero no en el sentido que se le suele dar a este término; no es la lucha individual por la supervivencia. Sino la idea de que las condiciones naturales determinan el éxito o el fracaso de las especies. Y que la especie humana es única en el sentido de que tiene la inteligencia suficiente para cambiar las condiciones. Y si las cambia, puede condicionar la evolución, conducirla, y llevarla a los efectos deseados.
Otro es el pragmatismo. Es esa ideología tan característica de los Estados Unidos, desarrollada en las tres últimas décadas del XIX, se plantea que no se puede llegar a conocer la verdad, sino sólo los efectos de las ideas que tenemos de ella. No hay verdad, en el sentido de que no hay una correspondencia entre las ideas y la realidad. Si no hay verdades, tampoco hay límites para la acción, como por ejemplo el valor supremo de los derechos individuales. Más, cuando la acción y sus efectos es lo que nos permite resolver los problemas. La acción, potenciada por el aparato del Estado, y liberada de las viejas ataduras, nos permite albergar nuevas reformas.
Un tercer elemento es la democracia. Ésta ha sufrido una transformación histórica desde un poder moderador de la Corona, a un depósito de la soberanía única. Y, por medio de las ideas de Rousseau, la mayoría se identifica con la «voluntad general», y ésta con la verdad. Rousseau y el pragmatismo unidos erigieron a la democracia como fuente de verdad y agente del cambio social, sin oposición.
El progresismo no hubiera surgido sin el capitalismo. Durante milenios, la humanidad han vivido de formas que han cambiado de forma inapreciable para la vida de un hombre, y que sólo la mirada por encima de los siglos permite ver su evolución. El capitalismo rompió con esa idea de que las cosas son así, y no pueden ser de otra manera. Y trajo una aceleración del cambio histórico, que despertó la imaginación de muchos. Ahora todo parecía posible.
Es más, cambiar la realidad, instituir aquí y ahora la justicia, era un mandato divino para muchos estadounidenses. Richard Hofstadter, en su seminal obra The age of reform, dice que «la mente progresista (…) era eminentemente una mente protestante; e incluso aunque mucha de su fuerza estaba en las ciudades, heredó las tradiciones morales del protestantismo evangélico rural», que aún bebía de las aguas, turbias ya, del «evangelio social». Es esa concepción post milenarista de que es deber de todo creyente hacer todo lo que esté en su mano para salvar al prójimo, porque sólo eso le permitirá salvarse a sí mismo. El «evangelio social», que llamaba a la acción individual, acabó encontrando el el Estado el instrumento ideal para prohibir o moderar el comportamiento pecaminoso al que estamos condenados. Por eso el movimiento por la Templanza, que comenzó cuando tuvo lugar el Segundo Despertar, en los años 20′ del siglo XIX, se convirtió en parte importante del progresismo estadounidense.
Si el progreso está a la vista de cualquiera. Si la tecnología hace posible cumplir nuestros sueños. Si no hay verdades que nos limiten en nuestros propósitos. Si sólo tenemos que cambiar las condiciones para modelar la sociedad a nuestro gusto. Y si la democracia es el valor político supremo, si se dan todas esas circunstancias, hay realidades sociales inaceptables. Son inaceptables porque tenemos los medios morales, ideológicos y políticos para cambiarlas. Si la pobreza es un hecho natural inmutable, puede causar dolor, pero no ansiedad. Y lo que caracteriza al progresismo es la ansiedad, la indignación, la rabia por que no se haya impuesto el Cielo en la Tierra y siga habiendo carencias o «injusticias».
El progresista es una persona que mantiene una relación ansiosa con la realidad. Lo que le caracteriza es ese sentimiento; no tanto el análisis racional de la realidad. James Ostrowsky, en un libro dedicado al progresismo, llega a la conclusión de que éste no es sólo la respuesta ideológica a la realidad de muchos estadounidenses. Es, también, un instrumento de terapia, de autoayuda, para acallar ese desasosiego, esa angustia ante la realidad que lleva a la indignación. Simplemente, se confía en que el gobierno solucionará los problemas. Es una fe, que ni exige un conocimiento de la economía o de la política, ni permite que éste se interponga en el camino. Así las cosas, someter el programa progresista al tamiz de la razón lleva al fracaso.
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