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El progresismo, subproducto gramsciano

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Se ha estudiado relativamente poco la obra filosófica (pseudofilosófica en realidad) de Antonio Gramsci y menos aún sus implicaciones prácticas en la evolución del marxismo ortodoxo a la socialdemocracia progre actual. Sin embargo, los trabajos de Gramsci son el basamento de la estructura moral de la izquierda contemporánea, aunque sus epígonos, alérgicos a la lectura (ahí está Zapo para demostrarlo) ignoren a quien deben la creación del programa subversivo al que recurren como única tabla de salvación, tras el naufragio del comunismo ortodoxo con la caída del muro de Berlín. En otro lugar he tratado de clarificar la responsabilidad de Gramsci en el programa subversivo contra los valores de Occidente desarrollado por la izquierda especialmente a partir de los años sesenta, aunque el asunto merecería un estudio "in extenso" que alguna vez habrá que realizar. Ahora me propongo comentar, acaso de pasada, la evidencia de que el socialismo, en contra de sus estudiosos y admiradores, no es una filosofía propiamente dicha, sino precisamente la negación de la misma en tanto herramienta necesaria para buscar la verdad objetiva.

En el marxismo, tradicionalmente, han convivido una serie de aspectos diversos: una metodología historiográfica, una determinada moral, una teoría supuestamente científica de la política y, sobre todo, un análisis sociológico en clave económica. A menudo, estos elementos entran en conflicto, dando lugar a determinadas corrientes dentro del marxismo en función de la primacía que se otorga a una u otra interpretación de las muchas a que da lugar un compendio doctrinal tan complejo.

El éxito de Antonio Gramsci fue resolver las aparentes contradicciones de un sistema heterodoxo, hasta integrarlo en una filosofía completa basada en la identificación de la teoría y la praxis. Todo el esfuerzo teórico de Gramsci fue destinado, en efecto, a construir una filosofía que agrupara graníticamente todos los elementos que el marxismo tradicional había dispersado a través de múltiples interpretaciones.

Gramsci es quien convierte al marxismo clásico en una simple escatología mediante la transformación de sus raíces pretendidamente filosóficas en una "no-filosofía". Para el pensador italiano, lo único relevante para determinar la validez de un principio es si éste contribuye al fin último pretendido por el marxismo: la creación de una sociedad regida bajo las premisas totalitarias del socialismo. Todo lo que contribuya al advenimiento del orden nuevo socialista será aceptado e integrado en la teoría (será declarado moralmente bueno) y cualquier impulso en la dirección contraria será puesto en el punto de mira como un elemento a destruir.

El resultado es la voladura de los pilares pretendidamente filosóficos esbozados por Carlos Marx, pues, después de Gramsci, la verdad de una proposición analíticamente demostrable (piedra de toque de la filosofía como ciencia) no importa lo más mínimo, sino tan sólo su eficacia como herramienta ideológica y política para convencer a las masas. Y ello no por una suerte de ineptitud intelectual, sino por la rigurosa exigencia de una cosmovisión que identifica la teoría y la praxis como un todo. El único oficiante autorizado para esta integración entre la teoría y la praxis es el partido comunista, que de esta forma reemplaza al "sistema" de los antiguos filósofos. El filósofo tradicional, para verificar la certeza de una afirmación recurría a su contraste con el cuerpo de argumentaciones coherentes que constituían su "sistema". En cambio, para el marxista, la doctrina es cierta si, y solo si, es sostenida por el partido.

Esta es, a mi juicio, la clave que explica la pintoresca estructura de pensamiento del progresismo contemporáneo, que despoja el análisis de la realidad de cualquier implicación ética más allá de verificar su compatibilidad con el ideal revolucionario. De esta forma, la izquierda apoya sin prejuicios al Islam por su capacidad para minar las bases del orden occidental (cristiano y capitalista). El hecho de que discrimine a la mujer u oprima a los homosexuales (algo intrínsecamente inmoral) no supone ningún problema para el progresismo, pues el fin último es lo que determina la moralidad de un proceso (Gramsci en estado puro). Otro ejemplo muy similar: la Cuba castrista es culpable de las mayores atrocidades contra el ser humano, algo sobradamente conocido y documentado, lo que la convierte, quizás, en uno de los regímenes más inmorales del planeta. Sin embargo, la izquierda sigue al sistema castrista, pues, nuevamente, es el ideal revolucionario socialista lo único moralmente aceptable.

El marxismo y sus descendientes provocan una gran tosquedad mental en sus seguidores. Además les convierte en malas personas, en sujetos amorales o con una moral depravada, sujeta siempre a los designios de sus dirigentes. Pero la droga marxista tiene otro efecto destructor más potente: también los convierte en necios. De nuevo sólo hay que pensar en quien citábamos al principio.

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