Uno de los mejores modos de hacerse muchos enemigos en muy poco tiempo es defender en público la supresión de la seguridad social mediante la privatización de los dos servicios esenciales que presta: la atención médica y las pensiones de jubilación. No es extraño. Con el cuento de la Seguridad Social los políticos han hecho su mejor negocio en varios siglos. El sistema ofrece al Estado una terna de poderes difícilmente igualable. Mantener un seguro social implica, por un lado, una fiscalidad altísima que, además, tiene patente para crecer eternamente porque con la salud –nos dicen- no se juega. Semejante atraco tiene como consecuencia principal la creación y enaltecimiento de un elefantiásico aparato burocrático cuyo objetivo será aumentar en número y perpetuarse casi sin límite. Expoliado el ciudadano de una buena parte de su renta y establecido con firmeza el leviatán funcionarial el político recoge entonces el fruto final de todo el invento; una poderosísima herramienta de control social, una inmensa red de clientela que, como un pulpo, asfixia a toda la sociedad y una magnífica coartada para seguir haciendo propaganda sin rubor de las bondades del Estado.
Pero, ¿siempre ha sido así? ¿Cuándo se inventó el Seguro Social y por qué? ¿Se moría la gente abandonada por la calle antes de que a esa lumbrera se le encendiese la bombilla? ¿Se suicidaban los trabajadores mayores de 60 años ante la insoportable perspectiva de su retiro? No. La Seguridad Social es un invento maligno pero relativamente reciente. Antes de que los políticos consiguiesen imponerlo por la fuerza existían mutuas de trabajadores del mismo oficio que ponían en común un fondo para asegurarse la asistencia sanitaria en caso de accidente y algo de dinero para la jubilación. De hecho, y aunque suene irónico, se trata del mismo modelo que siguen ahora los funcionarios públicos, verdadera casta laboral que vive al margen del propio paraíso que ellos gestionan. Lógico, el que mejor puede cuidar de la propia salud es uno mismo destinando una cantidad mensual y gestionando los riesgos de la mejor manera que puede aunque, como es obvio, no sea siempre la más adecuada. El Seguro Social, por el contrario, rompe con el sentido común y obliga a una parte de la población a pagar la asistencia a la otra. Es como si usted, que acaba de comprarse un coche gracias a una combinación de esfuerzo y ahorro, tuviese que aportar un dinero todos los meses para que un individuo que no conoce y que no conocerá en su vida pueda adquirir un automóvil. Muchos dirán que no es lo mismo un coche que la salud. Quizá no lo sea para ellos, pero en la escala de prioridades de muchos un automóvil deportivo tiene mucho más valor que tener a su disposición un podólogo gratis toda la vida. Es una cuestión de preferencias y, en eso, cada uno tiene las suyas.
Pero el sistema no termina su ración de injusticia en la asistencia sanitaria, eso sería pecado venial. Para garantizarse la clientela de por vida los padres del Seguro Social se apoderaron de las pensiones, es decir, los ahorros capitalizados de toda una vida para hacer frente a la vejez. Las pensiones públicas fulminan el concepto mismo de ahorro pues el pagador no ahorra un solo euro, se limita a satisfacer una cantidad para cubrir la pensión de los que hoy están jubilados. Esto, en los seguros privados, tiene un nombre; se llama estafa y los responsables van directos a la cárcel. El Estado, en cambio, lo puede hacer y hasta permitirse recordarnos de tanto en tanto que la pensión no la tenemos garantizada porque no hay caja sino una cañería por donde fluye mensualmente lo que unos pagan y otros reciben. Siendo injusto, cuando la pirámide demográfica es una pirámide propiamente dicha el sistema, mal que bien, funciona. El problema surge cuando la pirámide se invierte o se torna una columna en la que hay tantos habitantes de 30 años como de 60. En esas estamos en casi todos los países de Europa. Pronto tocaremos a un jubilado por trabajador. Entonces, ambos extremos de la cañería vivirán en perenne estado de cabreo. Los unos porque pagan mucho y no le ven mucho sentido a financiar la jubilación a alguien que no sea su padre o su tío. Los otros porque cobran poco, poquísimo, mucho menos de lo que pusieron cuando se encontraban activos. El único que habrá ganado con la transacción será el Estado que tendrá a los dos cogidos por el cuello, sin posibilidad de escapar y sometidos a mil y una amenazas.
¿Cómo puede, entonces, mantener su lozanía un sistema tan injusto, un tinglado que cambia euros por céntimos y que casi nadie se atreve a poner en solfa? En parte por la clientela que crea a su alrededor. A muchos les reconforta saber que reciben mucho más de lo que aportan y para una buena parte de jubilados la pensión es un regalo porque no ahorraron nada cuando estaban trabajando. Al resto, a los que sospechan del timo, se les bombardea con cantidades ingentes de propaganda en la que la palabra solidaridad hace su agosto. Desconfíe, la solidaridad o es voluntaria o no es. El Seguro Social es de suscripción obligatoria luego de solidario tiene poco, de robo, sin embargo, mucho. Si está trabajando no pase por el aro y niéguese a que obliguen a pagar la Sanidad a otros. Si está jubilado reclame su dinero, es lo menos que puede hacer tras toda una vida de sacrificio.
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