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El triunfo de la geopolítica

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Los estados existen y se constituyeron en entes absolutamente determinantes de la vida humana. El espacio y la población de La Tierra están repartidas entre ellos, los cuales son, por naturaleza, expansivos y tienden, como los gases, a ocupar el total de su recinto y como cualquier otro colectivo biológico, a competir por los recursos.

La Unión Europea es el fruto innegable de un horrible siglo, el XX, de contiendas en y desde el Viejo Continente. No es el resultado de una mentalidad de paz expresamente labrada en lo más profundo de los hábitos y proclamas de sus habitantes. Europa se comporta como cualquier otro bloque geoestratégico o como cualquier estado de la historia.

No podría negársele un puesto entre los axiomas de la acción humana a la observación (comprensible también por simple introspección) de que a las diferencias de potencia militar les corresponden variaciones en la visión de los problemas. Un estado o un bloque hiperpotente prescinde de un enfoque pacifista hasta que pierde poder militar y uno que no es poderoso deja de ser pacifista en cuanto adquiere la suficiente capacidad ofensiva. La Unión Europea no es una construcción idealista basada en la prosperidad bien repartida y los valores del diálogo, sino un producto necesario para la estabilidad mundial y para sus miembros porque neutraliza, de momento eficazmente, el grave problema que fue Europa. 

El desarme de Alemania ha sido una bendición para el mundo, para los europeos y, especialmente, para Alemania por el simple y radical hecho de que existió un factor externo dispuesto a salvar a Europa de las réplicas de su tragedia: los europeos ya no tendrían que armarse para alejar la amenaza histórica de Rusia (pre-soviética, soviética y post-soviética). En un hobbesiano mundo de estados en permanente competición de poder Europa habría alcanzado una burbuja kantiana, al fin, de paz perpetua. Pero ¿por sí misma? No. No es posible financiarse una burbuja de falsa riqueza que vaya desde los estados europeos más ricos hasta los más históricamente quebrados sin subvenciones exteriores.

El pacto Atlántico suscrito tras la Segunda Gran Guerra estableció que la seguridad europea sería sostenida directamente por los Estados Unidos y que la reconstrucción militar de Alemania sería inaceptable. Una subvención en toda regla que liberó, por una parte, inmensos recursos de esa y de otras naciones ricas de Europa para financiar la burbuja de paz y, por la otra, cerraría el paso al recurrente problema de la belicosidad de los estados del Viejo Continente.

Hoy nos encontramos con una crisis que ha de ser resuelta aplicando medidas nacidas de la ciencia económica. El debate permanente está en qué políticas de ingresos, gastos, moneda e impuestos han de aplicarse. Las alternativas son solo tres. O se acierta rotundamente, o se yerra estrepitosamente o se sale, mal que bien, con una combinación de fallos y éxitos. Esto último es lo más probable pero, y esto es absolutamente decisivo, sean cuales sean los resultados, el nuevo ciclo estará marcado por la clara percepción de quién financia el invento de la Europa Unida, quién tendrá el mando en ella, legítimamente reclamado, y quién sostendrá desde el exterior el poder económico, poder blando, de Alemania en su continente.

La dinámica entre poderes geoestratégicos sostenidos por y con las armas dicta la marcha de los grandes asuntos, los enmarca y determina la forma de los subsistemas a los que engloba, como es el económico. Cualquier análisis de la crisis realizada con modelos endógenos siempre será un mero instrumento, intencionado o no, en manos del reparto de poder europeo y mundial entre estados.

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