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Equidad planificada

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El principal recelo ante la libertad económica suele basarse en el desamparo de los menos favorecidos. Suele pensarse que si uno tiene libertad para no dar limosna, entonces habrá muchos que no alcanzarán por sí mismos un nivel de bienestar aceptable. De ahí, concluyen que una mínima (o no tan mínima) redistribución es inevitable para que la sociedad sea justa. Este razonamiento plantea diversos problemas:

Derechos que precisan víctimas. Como dice de Frédéric Bastiat en La Ley, "mire a ver si la ley beneficia a un ciudadano a costas de otro, haciendo lo que el mismo ciudadano no puede hacer sin cometer un crimen". Esto es crucial. Si yo reclamo mi derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad privada, usted para respetarlos simplemente habrá de abstenerse de matarme, esclavizarme o robarme; no tiene porque dedicarme un solo segundo de su tiempo. Pero si reclamo mi derecho a la igualdad económica, como tenga usted más riqueza que yo, tendrá que renunciar a ella por la fuerza. Usted ya no es el propietario de los frutos de su trabajo sino sólo de los que sobren después de la repartición.

La hipoteca sobre la virtud. Cuanto más capaz sea usted de crear riqueza, tanto más tendrá que dar. Cuanto más incapaz, más recibirá. ¿Trabajará usted al máximo rendimiento? ¿Podrá alguien honestamente sorprenderse de que una sociedad que grava la riqueza y subvenciona la pobreza acabe sin la primera y se hunda en la segunda? A esto, los economistas suelen llamarlo el riesgo moral: el peligro cierto de que dando ayudas por situaciones lamentables, se acaba estimulándolas. Después vendrán los defensores de esa política acusándonos de sabotear su santurrona sociedad progresista.

La sociedad dividida. Es precisamente cuando una sociedad adopta este principio redistributivo que aparece en un seno una nueva división. Lejos de volverse más igualitaria, esa sociedad queda fracturada. No ya entre los receptores netos y los contribuyentes netos de fondos. La división crucial es otra: la de los que deciden quién da qué a quién y los que sólo pueden acatar la decisión arbitraria. Porque, si lo que queremos realmente es igualdad, ¿no deberíamos ser iguales en lo más importante? Y en este caso, lo importante es la decisión de quién da qué a quién. Ah, pero esa decisión no puede distribuirse igualitariamente, en último término una voluntad ha de prevalecer. Y, curiosamente, no es la voluntad del que ha sabido crear esa riqueza.

Burocracia y corrupción. A medida que esta división va estableciéndose, emerge una clase social compuesta por los gestores de este sistema redistributivo. Una clase que no crea nada, simplemente redistribuye. Decía Perry Mason que al investigar un crimen hay que tener tres elementos: motivo, oportunidad y coartada; casi se diría que estaba pensando en este caso.

El agujero negro. Obsérvese, por lo tanto, que sobre la capacidad de crear riqueza aparecen ahora dos cargas: la transferencia a los beneficiarios del esquema redistributivo y los gastos de gestión de este esquema. Por lo comentado en el apartado sobre el riesgo moral debería ser evidente que la primera carga tiene una tendencia natural muy clara a aumentar. Este motivo ya de por sí, incrementa a su vez la segunda carga. Pero es que esta segunda carga, la burocracia, tiene como bien explica la Escuela de la Elección Pública, una tendencia propia a buscar fondos, es decir, a aumentar sus gastos para crecer. De ahí, que cuando se pone en marcha un programa de redistribución la tendencia es siempre a que aumente el gasto por encima de su capacidad de financiación. Es decir, es un sistema inestable y autodestructivo.

Cierto profesor de economía explica que tenía la costumbre de preguntar a sus alumnos, a principio de curso, sus preferencias sobre una sociedad con o sin redistribución. Al comprobar, año tras año, que sus alumnos se decantaban arrolladoramente por la primera, les proponía que a final de año sumar todas las notas y dividirlas entre el número de alumnos para alcanzar así un grupo verdaderamente igualitario: todos obtendrían la nota media del grupo. Año tras año, los igualitarios alumnos, bueno, preferían hacer una excepción a sus nobles principios socialistas; que están muy bien para cargárselos a los demás pero para sí mismos preferían una sociedad individualista. Ya lo decía el sabio Hillel: no desees para los demás lo que te resulta odioso para ti. O dicho de otro modo, si crees tan poco en este principio que no lo aplicas por propia iniciativa a tu vida, ¿cómo vas a imponérselo a los demás?

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