Tras la aprobación de la reforma laboral, se nos dice desde ciertos círculos que a partir de ahora los empresarios van a disfrutar de un poder excesivo que utilizarán en contra de los trabajadores. Es el típico lenguaje de la lucha de clases por el que empresarios y trabajadores viven en un juego de suma cero: lo que beneficia a uno perjudica al otro.
Por el otro lado, se recalca que son los empresarios quienes generan empleo y oportunidades para los trabajadores, y que éstos tienen la puerta abierta de convertirse en empresarios.
Siendo totalmente ciertos y válidos estos dos puntos, en ocasiones puede darse la impresión de que se defiende a todo tipo de empresarios, por lo que conviene matizar algún punto.
Ya afirmó Adam Smith en La Riqueza de las Naciones que cuando los hombres de negocios de un mismo palo se reunían, la conversación solía desembocar en una "conspiración contra el público, o treta para subir los precios". Reconociendo que la ley no puede ni debe impedir esas reuniones, añadió que no debería hacer nada para facilitarlas, y mucho menos para hacerlas imprescindibles.
Si el objetivo de los empresarios es, fundamentalmente, obtener un beneficio monetario, y los consideramos agentes económicos que responden a incentivos, es claro que, dependiendo de cuáles sean éstos, los empresarios actuarán de una manera u otra. Y esto sucederá independientemente de si las actividades empresariales llevan a beneficios sociales o no.
En la literatura económica sobre empresarialidad (entrepreneurship), ha sido William Baumol con su seminal artículo Entrepreneurship: Productive, Unproductive, and Destructive (1990), quien con mayor claridad e impacto distinguió entre distintos tipos de empresarialidad: la productiva y la no-productiva y/o destructiva. La primera conduce al progreso económico y tiene efectos netos beneficiosos para la mayoría de la población, además de para el propio empresario.
Por el contrario, la segunda tan solo beneficia al empresario y perjudica a la sociedad en conjunto, generando estancamiento o retroceso económico, ya que en el mejor de los casos consiste en actividades redistribuidoras, y en el peor, de actividades que destruyen riqueza. Tal es el caso de la búsqueda de rentas o las actividades del crimen organizado.
En ambos casos son empresarios los que lideran estos fenómenos canalizando sus esfuerzos y habilidades por estas vías. Coyne y Leeson (2004) extienden la categorización de Baumol y añaden la empresarialidad evasiva, que incluye el gasto en recursos y esfuerzo incurrido en evadir el sistema legal o en evitar las actividades improductivas de otros agentes. Ejemplos de esto serían la evasión fiscal, o el pago de sobornos a reguladores o inspectores con el fin de evadir regulaciones onerosas.
Como se desprende de lo anterior, el quid de la cuestión no estará en la cantidad de empresarios, sino en la asignación concreta de la energía y talento de los empresarios.
Esta asignación es, a su vez, como sostiene Baumol (1990), función de las instituciones vigentes, tanto formales como informales, que determinan las recompensas relativas de cada tipo de actividad, productiva, improductiva o evasiva. Así, unas buenas instituciones canalizarán las energías de los agentes económicos hacia la empresarialidad productiva –desincentivando al mismo tiempo los otros tipos de actividad- con los efectos beneficiosos para el crecimiento ya comentados.
Por tanto, como intuía Adam Smith, la función social de los empresarios vendrá dada por que exista un marco institucional que asigne correctamente los derechos de propiedad y que limite al máximo la búsqueda de rentas y el corporativismo (crony capitalism) al que, desgraciadamente, tan acostumbrados estamos en los últimos tiempos.
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