Estados Unidos lleva varios años luchando en una particular cruzada, empujar a los países de cultura y tradición musulmana hacia regímenes democráticos. Tras el 11 de septiembre, que desembocó en el derrocamiento del régimen talibán de Afganistán, y la ocupación de Irak, el Gobierno estadounidense cree haber añadido estos dos países a la lista, pero esto no deja de ser una quimera. Si bien en los dos casos la guerra fue ganada con aparente facilidad, la ocupación está siendo otro asunto muy distinto y dando por sentado los esfuerzos de Irán y las organizaciones terroristas para desestabilizar la zona, cabe preguntarse si sus habitantes son capaces de aceptar una democracia al estilo occidental.
No me estoy refiriendo a un sistema electivo donde los iraquíes, afganos, palestinos, jordanos o cualquier otro país vote a unos cuantos partidos con más o menos poder y representatividad, sino a un sistema donde haya división de poderes, donde todos los ciudadanos, sin importar el sexo, la religión o su procedencia, tengan los mismos derechos fundamentales, donde se proteja la propiedad y la libertad. Cabe preguntarse si la democracia liberal es exportable a aquellos países donde la cultura y la tradición han transcurrido alejadas de aquellos conceptos filosóficos, jurídicos y económicos que desembocaron en la democracia liberal.
Un breve repaso a la historia del último siglo concluiría que el éxito de Estados Unidos y de Occidente es limitado. Así, después de la Primera Guerra Mundial el Programa de los Catorce Puntos de Woodrow Wilson derivó en un fraccionamiento de los imperios europeos que propició un aumento del totalitarismo y un retroceso del liberalismo y del libre mercado que había favorecido el Imperio Británico. Su corolario, la Segunda Guerra Mundial, dejó medio mundo en manos del totalitarismo comunista y buena parte del resto bajo ese socialismo ligero que es el Estado del bienestar. Si bien Estados Unidos tuvo éxito en la defensa de la democracia en Europa occidental y en Japón, que es uno de los baluartes de la democracia en Asia, durante la Guerra Fría, podemos hablar de un éxito a medias en Corea y un rotundo fracaso en el sudeste asiático. África, durante el proceso de descolonización, fue un excelente caldo de cultivo para el avance del totalitarismo, en especial el comunista, pese a que muchos de los países habían heredado instituciones democráticas e incluso liberales, sobre todo en los que habían sido colonizados por los británicos. Incluso cabe llamar la atención sobre el hecho de que algunos de los aliados de Estados Unidos y de Europa en la estas zonas son regímenes totalitarios.
El siguiente paso es preguntarse por la idoneidad del propio proceso. Así, que Estados Unidos o cualquier otro país ocupen una región, por las razones que sea, y pretendan cambiar de arriba abajo el sistema social y político existente no deja de ser un programa de ingeniería social, una imposición. Que haya sido un éxito en algunas ocasiones no lo supone necesariamente en otras y cabe preguntarse sobre la ética de la acción. La posguerra europea tuvo éxito precisamente porque los países poseían una cultura adecuada, no sólo para la implantación de un sistema democrático, sino para que éste fuera de inspiración más o menos liberal. Más extraño es el caso japonés, cuya sociedad provenía de un militarismo genocida.
Pero el hecho de que un japonés, un indio, un musulmán o más recientemente un chino se vistan como un occidental, comercien como un occidental o terminen instaurando un sistema económico similar, que no igual, al occidental no los convierten en occidentales. La democracia liberal se sustenta en una serie de principios que cimientan muchas de las instituciones que ahora vemos evidentes. La tradición y la cultura de otros países no los han generado de forma espontánea, o al menos lo han impedido a través de instituciones totalitarias, colectivistas o coactivas. La imposición, que es de alguna manera lo que hace Estados Unidos por más que lo camufle en lenguaje diplomático, puede generar a la larga descontento y el resultado puede ser peor que la situación inicial si la evolución no es lo suficientemente rápida y exitosa, desembocando en no pocas veces en un odio hacia lo novedoso.
La democracia liberal debería surgir de manera espontánea, sin necesidad de tutelas ni de guías, sin exportarla ni por supuesto imponerla, con esfuerzo, con retrocesos y avances, pero sin tregua. Es como ha surgido en Occidente donde, a pesar de tener fuertes cimientos, también han nacido sistemas como el fascismo, nazismo o el comunismo. Incluso ahora mismo corremos peligro de volver a caer en ellos si aquellos que deben vigilar a nuestros gobernantes e instituciones, es decir todos y cada uno de nosotros, olvidamos a qué le debemos nuestra prosperidad.
La competencia de ideas, las relaciones voluntarias con otros pueblos e individuos, la defensa de nuestras propiedades y de nuestra libertad, allí donde tengamos que defenderlas y con la fuerza y medios necesarios, deben ser medios más que suficientes para conseguirlo y no absurdas utopías o planes más o menos exitosos. Soy consciente de que la realpolitik y las visiones a corto o medio plazo parecen formas de actuar más idóneas para los intereses generales, pero a la larga suelen conllevar efectos poco deseados. Es la consecuencia lógica de dar más poder del estrictamente necesario a nuestros gobernantes.
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