Estamos a un paso de que mucha gente se tome en serio linchar a cualquiera de los colectivos apuntados en el centro de la diana por las liberticidas voces de izquierda o derecha.
El mayor problema con el que el ser humano lidia es la “escasez”, aquello que en la primera clase de economía se identifica como elemento esencial del fenómeno económico. En medio de la escasez no se mueven solo las decisiones de tipo económico (monetario). La vida al completo se desenvuelve en ese marco. Ya solo desde el momento de nacer tenemos fecha de caducidad. Somos perecederos. Cómo vivamos y cuánto vivamos es otro cantar. Y ahí reside la batalla.
Y es que “es la economía, estúpidos”, en especial, para la materialista izquierda. Eso no se dude. Así, cuando se ponen sobre la mesa propuestas políticas, de fondo siempre se halla, de una forma u otra, el factor económico. La política es redistribución: ya hablemos de transferencias monetarias directas, indirectas a través de favores económicos (una regulación) o culturales (imponer una moral a otra, siempre con el dinero público de los damnificados, ante cuya cara ríen sin descanso los activistas). ¿Acaso por medio de esas políticas se redistribuyen abrazos? ¿Consuelo o amor? ¿Riqueza espiritual (tan abundante en Cuba…)? No, se trata del vil metal…
El informe del Instituto Juan de Mariana “Mitos y realidades de los movimientos populistas”, de Eduardo Fernández Luiña, puso el dedo en la llaga cuando apuntaba que una crisis abre una ventana de oportunidad a líderes carismáticos con aspiraciones de subvertir un régimen político. Para no irnos nada lejos en el tiempo, nos hemos topado, en menos de una semana, con los vergonzosos casos de Venezuela y Ecuador.
Vemos, pues, que la crisis y la escasez son problemáticos como germen de ideas, líderes y adeptos que legitiman muy a menudo pasar por encima de aquellos grupos a los que se identifica como los originadores del mal. Esta estrategia de polarización, victimismo, persecución y confrontación, hoy, es el pan nuestro de cada día. Sin embargo, como veremos, las fases de abundancia sin esfuerzo (dinero fácil) previas a las crisis alimentan comportamientos disfuncionales que son clave cuando ésta finalmente se desencadena.
Para abundar en estas cuestiones, en las ideas que se expanden en una u otra época en función del ciclo económico, pensemos en las fases que en macroeconomía vincularían fundamentalmente la relación entre inflación y crecimiento, y que secuencialmente se manifiestan de esta forma:
- Reflación: Época de bonanza en que se parte de bajos niveles de inflación y crecimiento y van en aumento (la curva de Phillips trata de explicar este fenómeno).
- Estanflación: Época de crisis en que se llega a niveles de inflación desorbitados y hay una importante crisis de finanzas públicas y económica general (la curva de Phillips en entredicho).
- Desinflación: Época de bonanza en que se parte de alto nivel de precios y de bajo crecimiento, y se mueve la economía en sentido opuesto en ambos valores; es una época por tanto de crecimiento y de caídas de precios (factores productivos).
- Deflación: Época de crisis en que se acentúa aún más caída de precios tras una crisis de deuda privada profunda.
Ideas durante la estanflación de los 70 (crisis del petróleo en 1973)
La crisis y escasez en esta época (manifestada como inflación galopante) se cebó en las materias primas, energía (crisis del petróleo), commodities en general, con grandes subidas de precios en estos tipos de bienes de carácter más básico, así como en salarios o tipos de interés.
Una crisis de las finanzas públicas que tenga su origen en el elevado gasto de la Administración desemboca en huida de la moneda hacia otros activos que conserven mejor el valor, subidas en los precios de factores productivos, tormentas monetarias y, eventualmente, fuertes devaluaciones de la moneda.
También fue una época de sectores y compañías mastodónticos en la industria más pesada. En cierto sentido, este tipo de sector grande con grandes corporaciones (concentración sectorial) es consecuencia de medidas políticas tomadas durante la etapa previa de reflación: se crece peligrosamente a base de medidas proteccionistas, blindarse a la competencia exterior (incluso con devaluaciones), intervenir fuertemente los sectores (cómo y qué producen), uso activo de políticas fiscales, convertirse el Estado en un gran demandante de bienes y servicios de la economía, nacionalizaciones de empresas (para evitar caídas de sectores) y su financiación sistemática por muy deficitarias que sean.
De esta manera, el sector productivo empresarial (público en muchos casos o muy intervenido y protegido en otros) es altamente ineficiente, está anquilosado, es incapaz de innovar (ni lo intenta) y no atiende a los deseos de los consumidores, sino de los burócratas. Se trata de una economía corporativista y mercantilista, cerrada a la competencia interna y externa, dominada por los sindicatos y en la que prima “conservar puestos de trabajo” en la realización de tareas repetitivas y poco creativas en sectores agotados, que no dan más de sí (economía de giro uniforme, que diría Mises), pero protegidos por la Administración. Todo ello propicia que haya fuertes barreras de entrada legales a nuevas empresas y que las compañías ya instaladas no necesiten competir para obtener alguna ventaja competitiva. Suelen ser economías muchas veces de corte fascista.
No es de extrañar que toda esta ineficiencia, auspiciada por el mismo Estado con sus medidas proteccionistas, caiga a plomo sobre las espaldas de las cuentas públicas y, por ende, de los ciudadanos. Los déficits públicos y niveles de deuda pública se vuelven insostenibles.
Películas como Mad Max, el movimiento hippie, el ecologismo o la proliferación de sectas son una muestra de las ideas que imperaban en aquel entonces. Se extiende el pensamiento maltusiano en su versión de sobreconsumo y de presión descontrolada de una población creciente sobre los recursos naturales (también hay cuellos de botella, además del factor estrictamente monetario, que empuja esos precios hacia arriba). No hay un mañana, no dejan de subir los precios, se agotarán los recursos, no sale rentable producir nada por la inflación de costes y porque nadie sabe competir, el petróleo se dispara y, en medio de todo este maremágnum, caeremos todos. Qué necesidad de complicarse la vida en un contexto en el que no se ve la luz al final del túnel. Toquemos la guitarra, unos cuantos alucinógenos, mayo del 68, agitación política y social, protección de los recursos naturales, control de la natalidad forzosa. Y lo que tenga que venir, que venga. El futuro no es nuestro, no hay nada que celebrar. Y eso es justo lo que celebramos.
Ideas durante la desinflación a partir de los 80
La estanflación que acabamos de describir no es propiciada en realidad por una presión poblacional excesiva sobre los recursos naturales. Reside en el intervencionismo masivo en la economía, en que no queda resquicio del mercado por ningún lado. Son las contradicciones del sistema…
Es entonces cuando figuras como Reagan (1980) y Volcker (1979 como presidente de la reserva federal) o Margaret Thatcher (1979) toman las riendas de la economía, consiguen poner freno a los desmanes monetarios (y de endeudamiento público) y del sector empresarial. Recortes en el gasto público, privatizaciones, enfrentamiento con los sindicatos son algunos de los ejemplos de reformas auspiciadas por estos dirigentes.
Con todo ello llega la época de desinflación. Cesa la inflación de factores productivos, bajan los tipos de interés, cae el endeudamiento público y se liberalizan sectores disminuyendo así el control público en la economía. En ese contexto, se ponen los cimientos de la “nueva economía”.
Esta generación se ha considerado siempre más conservadora. El marco que les lleva a la edad adulta evita algunos de los comportamientos o expectativas erráticas que vieron en sus padres. Tuvieron que arreglar el desaguisado que les legaron y su entorno económico no animaba a tomarse las cosas tan a la tremenda.
El sector privado toma fuerza, la soberanía del consumidor (muy importante) por fin gana enteros, surgen nuevos y prometedores sectores en los que la competencia es muy viva, aparecen numerosas pequeñas empresas en este marco más competitivo y libre. Es este un escenario en el que se pone por fin patas arriba el sector productivo, como venía pidiendo a gritos de su etapa previa: se introducen nuevos bienes y servicios, se cambia la forma de producirlos, así como los modelos de negocio o las relaciones con consumidores y stakeholders.
Yuppies, ejecutivos, innovadores, gente de empresa, incluso tecnócratas (no ideologizados) es el perfil de persona que proliferó en la época. Políticamente, no es un momento tan convulso ni mucho menos. La gente tiene trabajo, accede a productos y servicios fabulosos, con precios menguantes y personalizados. Y encima en la fase final tiene crédito fácil con el que comprar una bonita vivienda, realizar ese viaje de ensueño o ir a los mejores restaurantes sin apenas esfuerzo por conseguirlo. Dinero fácil. Y aquí surge el problema…
Lamentablemente, ideas locas siempre hay y los políticos hacen demagogia por la propia naturaleza del cargo. Esta época no es excepcional. Pero la raíz de los discursos es muy diferente por el componente de la bonanza económica y la expansión crediticia: es una era de abundancia, y eso se nota.
En esta época, bien es sabido, los ingresos públicos abundan. El maná parece caer del cielo. La gente trabaja a pleno rendimiento y el crédito en manos privadas magnifica aún más los niveles de producción totales en la economía (burbujas). De ahí que la recaudación pública sea gigantesca. Por eso en época de Aznar y con el primer Zapatero las cuentas cuadraban: superávit, presupuesto equilibrado después, es lo que nos vendían.
Y esto facilitó que los políticos no solo pudieran prometer, sino sobre todo dar dinero y prebendas a espuertas. Lo políticamente correcto y el estado de bienestar alcanzan su cúspide porque puede financiarse sin dificultades con dinero público (con fuentes de ingresos que tendrán fecha de caducidad cuando estalle la crisis, pero que de momento les permite gastar sin endeudarse): el resultado son nuevas bolsas de empleados públicos y nuevas bolsas de receptores de transferencias (derechos económicos). ¿Y qué pasará con estas transferencias y empleos públicos cuando la crisis arrecie? Podemos imaginarlo: mucho revuelo social…
¿Qué tiene esto de malo en lo que respecta a las ideas y expectativas de los ciudadanos? Tiene que ver con la abundancia en esta ocasión:
- Época de alta productividad y dinamismo empresarial con abundancia de bienes y servicios tecnológicos y caídas en los precios (muchas veces gratuitos).
- Altos niveles de empleo en medio de una expansión crediticia en la que muchos salarios y empleos están inflados. Hay crecimiento económico, pero insostenible en el tiempo. Esto genera de nuevo unas expectativas de abundancia peligrosas, de obtener grandes recompensas con poco esfuerzo.
- El Estado parte de una situación financiera inmejorable por la elevada actividad económica y el bajo desempleo. Todo lo que ingresa lo acaba gastando en nuevos planes sociales para extender su ideología, hospitales, viviendas o gastos del tipo que sean. Cuando llegue la crisis, los ciudadanos esperarán que el Estado cumpla todo lo que está prometiendo, por un lado, y que les salve, por el otro, pues además parte con niveles de deuda pública bajos en ese momento.
Los derechos: esta época de abundancia cimienta el discurso ciudadano de esgrimir «derechos» (y atenciones) en todos los órdenes de la vida.
Ideas tras la deflación (recesión) de 2008 e inicios de reflación (recuperación)
Llegó la crisis deflacionaria, el paro generalizado, la deflación de activos, las crisis bancarias e inmobiliarias, los PIGS del sur de Europa con sus crisis de deuda pública… Y con la recesión llegan también propuestas económicas de corte keynesiano, en gran medida encaminadas a que el sector público (más saneado financieramente al comienzo) salga al rescate del sector privado, fuertemente apalancado y en quiebra: bancos, constructoras, familias, etc. Malthus vuelve a ponerse de moda, pero esta vez en una versión antagónica a la anterior. Prevalece la teoría del subconsumo: hay sobrecapacidad, hay poca demanda (subconsumo), ergo súplase la demanda privada por pública y no habrá que liquidar sectores de la economía con el consiguiente desempleo masivo que ello supondría.
También llegó la desconfianza del mercado por parte de muchos ciudadanos, un mercado que, según interpretaban, había dejado en la estacada a buena parte de la población después de que ésta hubiera puesto su fe en la eterna bonanza del mismo. De parte de los votantes, pues, se espera que el Estado esté al quite, salve sectores y salve familias, y dé un escarmiento a los prebostes del mercado: los poderosos.
Repárese en una cuestión: en el auge previo (desinflación), muchos agentes entendieron que se podía nadar en la abundancia sin demasiado esfuerzo gracias a que la globalización permitía especialización económica internacional y caídas significativas en muchos precios, a la alta actividad económica y la facilidad para encontrar empleo, al efecto en nuestras pautas de compra de la creciente disponibilidad de crédito y a la revalorización artificial de ciertos activos durante el boom (con sensación de falsa riqueza). Pero también porque la maquinaria de gasto público estatal estuvo más activa que nunca y las dádivas para multiplicar el clientelismo y expandir ideología de lo políticamente correcto siguieron incrementándose sin pudor (y sin control ciudadano). La caída es muy dura y se exigen medidas y la intervención de lo político.
Ya nos advierte Fernández Luiña de los peligros de las crisis para la proliferación de ideas nocivas. Eso es lo que hemos vivido desde aquel momento. Pero la desinflación también malacostumbró…
La tensión de los nacionalismos en España surgió de manera inmediata, sin dejar pasar diez minutos tras declararse esta recesión. Estos movimientos hacen gala de retóricas marcadamente populistas (discurso victimista, identificación de un enemigo claro, reclamaciones continuas y buenrollismo mientras se le da palos al adversario).
El lamento contra la desigualdad se extendió por el mundo: se consideró que la crisis llevó a los infiernos a los menos protegidos y los ricos eran cada vez más ricos. El economista francés Piketty bien puede agradecer el timing en el que publicó su obra sobre la desigualdad. Le ha convertido en un economista muy desigual al resto.
En España, ya cuando se asomaba la recuperación (reflación), emerge la figura de Pablo Iglesias en 2014 con su inédito Podemos (que surjan partidos políticos populistas “de la nada” es algo que se explica también en el informe de Fernández Luiña). Tsipras en Grecia, por su parte, sí llegó a alcanzar poder con nefastas consecuencias. Es frecuente en estos partidos apelar al odio, la confrontación, los buenos y los malos, los desposeídos y los ungidos, lo moderno frente a lo rancio, la casta frente al pueblo. Una parte importante del electorado observaba con preocupación que el maná ya no caía y que la tarta a repartir cada vez era más pequeña. Dado que además en el sector privado no hay trabajo, la agitación en el ámbito político es una buena estrategia para que puedan obtener rentas aquellos a quienes gusta ir de víctimas por la vida… Y como se venía malacostumbrado de la fase previa por la «exuberancia irracional», se exige con vehemencia aquello de «qué hay de lo mío, es mi derecho». Las recriminaciones y quejas ante todo y ante todos y la politización de asuntos otrora privados se hacen cada vez mayores, y el ambiente se vuelve asfixiante, irrespirable.
Después ha llegado el discurso populista más nacionalista: con Trump, ciertos sectores que apoyaron el Brexit, LePen u otros países en Centroeuropa. En esta ocasión, no son los ricos los que sobran (siempre que sean domesticables), sino que sobran los extranjeros, lo políticamente correcto que floreció ya durante la desinflación y el comercio internacional.
Con estos discursos proliferando a sus anchas –y eso que aún no han tocado poder–, estamos a un paso de que mucha gente se tome medio en serio la posibilidad de linchar a cualquiera de los colectivos apuntados en el centro de la diana por las liberticidas voces de izquierda o derecha. Y esto devuelve a la gente a un estado tribal preocupante, muy difícil de compatibilizar con las sociedades abiertas, extensas y libres.
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