Hace unos días nacía en Madrid una niña llamada Daniela. Sus padres, dos buenas personas, son periodistas. A pocos kilómetros de donde viven, en la misma ciudad, reside otra niña Daniela, de ocho años de edad y llegada desde el otro lado del Atlántico hace ahora cuatro meses. Sus padres también son dos buenas personas, y él, como los españoles a los que nos referíamos antes, también es periodista. Aquí se terminan las coincidencias entre ambas menores.
El futuro de la menor de ambas Daniela no se verá afectado por la profesión de sus padres más allá de los avatares propios de cualquier país democrático, como posibles periodos de desempleo en tiempos de crisis o cambios de residencia voluntarios por una mejora laboral. El ejercicio honesto del periodismo por parte de los progenitores de esta niña no le supondrá riesgo alguno. Muy al contrario. Si las cosas no dan un giro inesperado en España, los periodistas podrán seguir ejerciendo su labor en libertad y sin miedo a represalias, como penas de prisión o destierro. La Daniela madrileña tendrá, en principio, la infancia que puede esperar cualquier niña nacida en un país democrático. Lo contrario de lo que ha vivido su tocaya.
La mayor de las dos niñas llamadas Daniela nació y vivió hasta hace unas semanas en Cuba. Sin embargo, en plena infancia fue condenada, junto a sus progenitores y otros miembros de su familia, al destierro. Este castigo colectivo sustituye a uno, aún más brutal, que su padre sufría hasta su venida a España. Normando Hernández González, un valiente periodista independiente, fue detenido durante la llamada Primavera Negra de Cuba por ejercer su oficio de forma honesta. De los ocho años que hasta ahora ha vivido Daniela, durante siete y medio le robaron la presencia paterna en el hogar familiar. Para ver a Normando, cada muchos meses, ella y su madre tenían que viajar cientos de kilómetros a fin de poder visitarle en alguna de las inhumanas prisiones castristas en las que estuvo recluido durante ese periodo.
Pero el régimen dictatorial cubano no se conformaba con tener encarcelado al padre. Tenía que castigar a la hija. Daniela era testigo constante de episodios en los que las maestras decían a sus compañeros de clase que su padre era una persona muy mala, un terrorista que quería poner bombas con las que asesinar a los niños del colegio. Ella, una menor muy inteligente y sensible, sufría hasta puntos difíciles de imaginar en alguien de tan corta edad. Las consecuencias para su salud siguen todavía presentes.
Uno de los peores cargos que contra Normando Hernández se presentaron en el juicio farsa al que fue sometido en 2003 es digno de entrar en los anales de la infamia política. Se le condenó por criticar en un artículo la mala calidad del pan y apuntar a los responsables de ello. Si el propietario del horno es el Gobierno, el proveedor de la harina es el Gobierno y el empleador de los panaderos es el Gobierno, argumentaba el periodista, el pan es malo por culpa del Gobierno. Siete años y medio de prisión y un destierro que ahora acaba de comenzar es el alto precio que Normando y su familia pagan por escribir algo que en otro lugar del mundo no hubiera tenido consecuencias negativas para un profesional de la información.
No sólo los periodistas independientes y los disidentes pagan un alto precio por querer ser libres en la Cuba de Fidel y Raúl Castro. También lo hacen sus familiares, incluidos los niños pequeños como la hija de Normando Hernández González. No cabe hablar de avances y reformas en Cuba mientras a las niñas Daniela de la isla se les impida tener una vida como la que, en principio, tendrá la niña Daniela de Madrid, recién nacida hija de periodistas.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!