Los excesos se pagan. La gran borrachera de crecimiento económico que ha vivido España a lo largo de la última década culminó a principios del pasado año. Desde entonces, la economía nacional empieza a percibir los efectos que, sin remedio, acaban provocando las burbujas. La explosión del actual boom inmobiliario amenaza con originar una resaca de dimensiones mayores que la vivida en la primera mitad de los años 90.
A lo largo de los últimos años, el PIB nacional ha registrado aumentos superiores al 3% cuando el resto de la UE apenas rozaba el 1,5%. En principio, se trata de un dato positivo, siempre y cuando no profundicemos en el análisis de las fuentes reales que han abastecido durante este periodo a la riqueza nacional: una política monetaria laxa y arbitraria por parte del Banco Central Europeo (BCE), basada en tipos de interés en mínimos históricos, que, como consecuencia, ha facilitado el surgimiento de un nuevo pelotazo inmobiliario en el que el ladrillo se ha llegado a cotizar a precio de oro.
Pero el tiempo de diversión ha llegado a su fin. La teoría austriaca de los ciclos y la expansión del crédito constituyen leyes económicas inviolables que, tarde o temprano, terminan mostrando la cruda y triste realidad del intervencionismo monetario sobre el que se sustenta la estructura económica internacional. Durante la última década, casi la mitad del crecimiento económico español responde al auge del ladrillo. El peso de la construcción en el cómputo total del PIB ha llegado a representar cotas próximas al 20%, al igual que en el ámbito laboral del país.
El precio de la vivienda ha alcanzado incrementos interanuales de dos dígitos, superiores al 15% en algunos ejercicios. La revalorización artificial de los pisos, próxima al 40% de su valor real, según advertía hasta hace poco el propio Banco de España, ha provocado una tentación irresistible para el ciudadano medio que, atraído por la facilidad de crédito y el irrisorio precio del dinero, se ha lanzado sin miramientos a la adquisición de inmuebles, con el consiguiente sobreendeudamiento hipotecario.
El sector inmobiliario no ha sido menos. Bajo la errónea creencia de que la juerga no tendría fin, numerosas empresas dedicadas a la promoción y construcción residencial acometieron operaciones de alto riesgo sin evaluar sus previsibles consecuencias, auspiciadas por el paraguas del crédito fácil.
Hoy, el valor de sus activos (suelo y viviendas) se deprecia por momentos. Dicha estrategia ya se está traduciendo en quiebras e inviabilidad de su modelo de negocio a corto y medio plazo. Así pues, la resaca ha comenzado, y sus efectos se extenderán a toda la economía nacional. El desempleo aumenta, la afiliación a la Seguridad Social desciende a mínimos no registrados desde hace años, el ritmo de morosidad crece, al igual que la inflación, la confianza de los consumidores y empresarios está por los suelos, y el PIB ha iniciado su particular caída libre.
Llegados a este punto, tan sólo advertir que la crisis de la vivienda (y, por ende, subprime) que vive Estados Unidos constituye un reflejo anticipado de lo que podría avecinarse aquí en un futuro inmediato. Si bien es necesario recordar que el peso del sector inmobiliario en el conjunto de la economía estadounidense es casi tres veces inferior al que representa en España.
Ante este panorama, el Gobierno no ha tardado en anunciar medidas para rescatar al que, hasta ahora, se había erigido en el principal motor económico del país. Sin embargo, siento anunciar a los futuros responsables de los ministerios afectados (Vivienda, Economía, Trabajo y Fomento) que en nada lograrán atenuar tales efectos. En todo caso, y como viene siendo habitual, tan sólo contribuirán a empeorar, en gran medida, la ya de por sí delicada situación. Y es que, España, hoy por hoy, carece de la competitividad necesaria para sustituir con éxito el combustible gruístico.
Se abre un periodo de incertidumbre financiera, nerviosismo bursátil y, aún más grave, dificultades para un gran número de familias, ya que se verán ahogadas por la carga de sus respectivas deudas. Un nuevo periodo económico en el que será más imprescindible que nunca redoblar los esfuerzos por tratar de explicar correctamente las causas reales que han originado esta situación, así como las medidas correctas a aplicar para poder atisbar cuanto antes la luz al final del túnel.
Muchos, sobre todo los responsables políticos, no dudarán en culpar al mercado y, por tanto, a los ciudadanos y empresarios, de la resaca que, en realidad, ha generado la intervención pública a través de sus deplorables mecanismos: política monetaria de los bancos centrales, gestión pública del suelo, viviendas de protección oficial, alta presión fiscal, rigidez laboral, barreras administrativas para la creación de empresas, regulación medioambiental y elevado gasto público.
Por el contrario, serán pocos los que, sin embargo, acierten en proponer las soluciones adecuadas: patrón oro, total liberalización del suelo, reducción de impuestos, flexibilidad laboral, libertad de empresa y de horarios comerciales, inversión privada en investigación y desarrollo, privatización de la educación, la sanidad y el sistema de pensiones, contención y estabilidad presupuestaria… En definitiva, más libertad económica.
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