Es vano, señor, esperar la baratura de los precios de otro principio que la abundancia, y es vano esperar esta abundancia sino de la libre contratación de los frutos.
Jovellanos, Informe sobre el expediente de la Ley Agraria, 1794
Desde tiempo inmemorial, el comercio de granos estuvo envuelto en múltiples falacias. Tradicionalmente el vulgo consideró el tráfico de cereales como una especie distinta de comercio. Al ser artículos de primerísima necesidad, hubo siempre un temor a sufrir hambrunas. Debían, por tanto, regirse por reglas distintas al resto de los productos. Asimismo, los necesarios especuladores en granos fueron objeto preferente de la inquina popular al ser acusados de codiciosos y de celebrar pactos con el hambre. Otro error muy extendido fue considerar la agricultura como fundamento de toda la riqueza.
Debido a todas estas falsas ideas, no hubo duda alguna en atribuir a la autoridad la misión de garantizar el abastecimiento barato de bienes de consumo de primera necesidad. Por ese motivo han existido a lo largo y ancho de este mundo juntas de abastos de control de precios, graneros públicos, acopios e incluso monopolios estatales de alimentos. A esto se añadían multitud de restricciones al comercio de cereales, tasas, gravámenes y demás reglamentos administrativos que lo constreñían y dañaban.
Hoy sabemos que el tráfico de cereales y demás alimentos se ajusta a las mismas reglas comunes del comercio en general y su distinta naturaleza no altera en absoluto la esencia de los intercambios ni modifica las leyes del mercado. Es más, su libre concurrencia es, si cabe, más necesaria aún al conseguir satisfacer las necesidades humanas más perentorias.
El libre comercio de granos ha sido una conquista de la ciencia económica sólo a mediados del siglo XVIII, cuando los postulados mercantilistas y el sistema gremial se empezaron a cuestionar. Dos fueron sus pioneros introductores en la arena política: el ministro preferido de Carlos III, el marqués de Esquilache, mediante la Real Pragmática de julio de 1765 por la que se abolió la tasa de granos y se permitió el libre comercio del trigo en el interior del reino y el otro fue Turgot -el mejor ministro que tuvo jamás Luis XVI- que hizo lo propio en Francia a través del Edicto de septiembre de 1774. Fueron los primeros intentos para la liberalización del comercio de granos en el interior de cada respectivo país.
Los efectos benéficos de este tipo de programa reformador ilustrado no se produjeron de inmediato. Por desgracia, las escasas medidas verdaderamente liberales que en la historia han sido tienden a agravar la situación sólo en un primer momento para luego -si se mantienen en el tiempo- favorecer al conjunto de la sociedad en detrimento de ciertos grupos organizados. Esto es una constante a lo largo de la historia: la conquista de cualquier parcela de libertad de la acción humana nunca ha sido fácil, siendo ineludible el toparse con obstáculos y chocar con inercias o intereses creados.
Así, en la primavera de 1766 los habitantes de diversas ciudades de España se sublevaron casi al unísono; fue el llamado motín de Esquilache (atribuir su causa a la prohibición de los juegos de cartas, del uso de la capa larga y del sombrero de ala ancha no deja de ser algo anecdótico). Por su parte, en la primavera de 1775 se produjo igualmente en Francia una ola de motines conocida como la guerra de las harinas, siguiendo las pautas clásicas de los motines de subsistencia. El pueblo acusó en ambos casos a dicha liberalización y a los "acaparadores" del alza del precio del pan. No hubo más opción que volver a las anteriores restricciones. Europa no estaba aún preparada para acoger la plena libertad del comercio de granos. Se vivía en los albores de la sociedad industrial y seguían en pie, como denunciara J.C.M. Vicent de Gournay, muchos prejuicios de eras de ignorancia pasadas.
No obstante, la semilla quedó plantada para que fructificara años después de la mano del preclaro empresario y político inglés Richard Cobden, una de las personas del siglo XIX que más hizo por la prosperidad y la paz europeas. Promovió una revolución mucho más importante y acorde con la naturaleza humana que la de su casi coetáneo Karl Marx.
Todavía hoy en el mundo no se ha logrado, ni mucho menos, una completa liberalización del comercio de granos (tampoco del resto de productos alimenticios) ni se han desterrado las numerosas subvenciones públicas a la agricultura que producen enormes distorsiones en el comercio internacional.
La seguridad alimentaria de todos –especialmente la de los pobres- estaría mejor garantizada con la total libertad del comercio mundial, pues con ello se evitaría el riesgo de poner en manos de la autoridad las llaves de la abundancia.
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