De un tiempo a esta parte no hay telediario que no abra el sumario con las imágenes de algún político imputado entrando o saliendo de un juzgado. Ocurre en la derecha y en la izquierda, en provincias y a nivel nacional, y ha pasado ya a formar parte del imaginario colectivo eso de que todos los políticos son iguales. Iguales en corrupción pero no por ello menos votados ni queridos por sus afiliados y defensores incondicionales. Sin entrar a disculpar las responsabilidades individuales de cada escándalo, cabría preguntarse la razón por la cual la corrupción se ha convertido en una característica de nuestro sistema político.
El Estado se define como monopolio: monopolio jurídico, monopolio de la violencia y monopolio financiero. En cualquier caso, monopolio. Ésta es su naturaleza y su evolución, lejos de llevarnos a una descentralización que llegase a quebrarlos no ha hecho más que reforzarlos y ampliarlos a otros ámbitos en los cuáles ni los reyes más absolutos que se sentaron en los tronos de la vieja Europa llegaron a imaginar. El dualismo entre el poder del emperador y el papado, terminó rindiéndose al primero mientras que la poliarquía medieval en la que los reyes necesitaban la aprobación de los señores feudales para reunir un ejército fueron superados concentrando el poder en una sola mano. Así, hemos llegado a nacer sometidos bajo un poder cuyos límites ya señaló Fichte: "No, Príncipe, tú no eres nuestro Dios. De él esperamos la felicidad, de ti sólo la protección de nuestros derechos". El príncipe es hoy elegido de forma democrática y Dios ha sido sustituido por una ateología en la que el monopolio de la moral se suma a la larga lista de poderes que acapara el Estado. De esta forma, el hombre ha sido transformado en ciudadano y existe una moral pública encerrada en el triángulo de lo políticamente correcto, el positivismo y la supremacía de lo colectivo sobre lo individual. Los tentáculos del Estado avanzan sobre la esfera privada y tan solo se detienen para neutralizar cualquier intento de competencia que pueda ensombrecer su poder.
La corrupción política no puede desvincularse de estos hechos ya que forma parte del sistema. La naturaleza de un sistema político es la negación de la libertad, pues las elecciones se producen de forma periódica mientras que la toma de decisiones en un mercado libre es un proceso continuado. De esta forma, el límite de lo político se encuentra únicamente en los mecanismos constitucionales de control y la soberanía periódica de los votantes. Pero hoy, la afirmación de Jean-Louis de Lolme de que "el Parlamento lo puede todo menos convertir al hombre en mujer" ha sido llevada al extremo y hasta eso puede llegar a conseguir. Justamente, porque esas transformaciones no operan sobre los hombres sino sobre los ciudadanos, la teoría del hombre nuevo ha sido asumida por las democracias liberales y sobre este pilar torcido se levantan los abusos del Estado sobre el hombre.
Y es que creer, como Montesquieu, que "la única solución es encontrar una disposición de las cosas que de la misma derive una situación en la que el poder detenga el poder" es, sencillamente, utópico. A pesar de la separación de poderes y otros mecanismos de control, es ilusorio pensar que el Estado respetará los límites que se ha impuesto sin intentar rebasarlos. En demasiadas ocasiones se tiende a pensar que el hombre de Estado es aquel al que le guía el bien común, pero la naturaleza humana es caprichosa y la élite que controla los resortes del poder estatal es tan humana como cualquiera. Aun suponiendo que existiera un bien común que estuviera por encima de los intereses individuales, resultaría un exceso de inocencia pensar que hay hombres capaces de sobreponerse a la "inclinación de toda la humanidad" que tan brillantemente describió Hobbes en su Leviatán: "un perpetuo e incansable deseo de conseguir poder tras poder, que sólo cesa con la muerte".
Los representantes políticos operan a sus anchas lucrándose gracias a las decisiones que toman sobre nuestras vidas desde la ventaja que ofrece una posición monopolística a la que nada ni nadie puede oponerse. El reparto de subvenciones, la promoción de sus conmilitones en el aparato burocrático-administrativo y el sistema de concesiones y favores les confieren un poder desmesurado que deja en la máxima indefensión al resto de ciudadanos. La selección de gobernantes que idealmente se basaba en un principio meritocrático termina degenerando en el triunfo de la mediocridad, que es la consecuencia de la profesionalización de la política. El político profesional es aquel que se ha formado para conquistar el aparato del Estado y jamás ha ejercido un trabajo regido por los principios de libre competencia y selección que conlleva. En su lugar, se obtiene el objetivo inverso consiguiendo que aquellos que más facilidad tienen para dominar desde el poder incontestable terminen copando lo más alto de la jerarquía gubernamental.
La descentralización política que ha supuesto el Estado de las Autonomías lejos de socavar el poder central ha creado diecisiete nuevos estados que actúan de forma monopolística en su ámbito en lugar de competir entre sí. Las oportunidades y opciones de los ciudadanos se han visto reducidas y limitadas por un poder mucho más cercano que ejerce un control directo en todos los ámbitos de su vida. La salvación tampoco puede esperarse de las esferas supraestatales ya que no puede esperarse que una esfera de poder más elevada, sometida a menos controles y sin ningún igual que pueda desafiarla se comporte de forma benevolente. En cualquier caso, siempre se trataría de de una concesión graciosa y caprichosa que podría volverse en nuestra contra en el momento menos esperado. Un poder multiplicado que también ha multiplicado la corrupción en todos los niveles de la administración. No se trata de una oportunidad perdida, sino de la consecuencia lógica de un sistema creado no para salvaguardar los derechos de los hombres sino para otorgárselos.
Lejos de ser una excepción, el sistema político español no es más corrupto que otros. Quienes ven en España el problema y en Europa la solución solo tienen que mirarse en el espejo de nuestros vecinos. En este sentido, no se salvan ni los afrancesados –ahí está el imputado Chirac– ni los germanófilos –el mismísimo capitán de la reunificación, Helmut Khol–. ¿Es necesario recordar el caso italiano? Pero esto no son más que algunos ejemplos llamativos pues la realidad es que la corrupción no tiene tanto que ver con latitudes y culturas como con la propia naturaleza del Estado.
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