El paradigma austriaco se caracteriza, entre otros rasgos, por explicar la actividad económica echando mano de las causas endógenas del mercado y de la cadena de consecuencias que se producen cuando un agente externo, el Estado, interviene en él. La eficiencia dinámica que la función empresarial produce es alterada por el poder coactivo del Estado cuando interviene restringiendo la libertad e impidiendo que se genere la coordinación propia del empresario y que la consiguiente información llegue a los demás miembros de la sociedad.
El modelo teórico austriaco explica con precisión y realismo los procesos de mercado y las crisis que le sobrevienen cuando el Estado interfiere. Es quizá por eso que las generaciones sucesivas de teóricos austriacos han ido extrayendo la conclusión de que un ente tan perjudicial para la eficiente autorregulación de la sociedad sólo puede llegar a ser prescindible.
Así, L. Von Mises y F. A. Hayek, no quisieron dar el imprescindible paso a la supresión del Estado en sus propuestas. En sus análisis teóricos y sus presupuestos consideran al Estado como un obstruccionista del progreso económico y de toda idea de libertad pero al llegar a plantear su existencia la justificaban en torno a los consabidos papeles de suministrador de justicia y seguridad.
Es así que no quisieron aplicar su praxeología y su teoría de los procesos espontáneos a la provisión de seguridad y defensa, por ejemplo, de manera inexplicable. Si el mercado, en el sentido dinámico que los austriacos refieren, es el mejor proveedor de aquello que demandan los consumidores y es, por ende, capaz de satisfacer toda necesidad humana de manera dinámicamente eficiente, ¿por qué habría de ser la seguridad o la justicia excepciones a ello?
Una ulterior generación de discípulos de ambos, especialmente de Mises, sí han dado el paso necesario de prescindir del Estado. Rothbard, Hermann Hoppe y, en Europa, Huerta de Soto, lo han hecho en plena coherencia con el modelo teórico originario. Lo que traigo a cocimiento con este largo preámbulo es que, en condiciones de no-estado es necesario algo más que la mera confianza en los procesos espontáneos para configurar instituciones, proveer utilidades y sostener, a la vez, un derecho natural a la libertad.
El profesor Huerta define muy bien en sus artículos acerca de la eficiencia dinámica (ver la revista Procesos de mercado) cuando a la aportación sobre el evolucionismo espontáneo y el utilitarismo de las recetas austriacas es necesario insertar un componente ético iusnaturalista. Pero esta triple aportación (evolucionista, utilitarista y iusnaturalista) debe acompañársele de un mecanismo institucional que dé arraigo social a la ética de los derechos naturales a la libertad. Sin las líneas rojas que aportan los derechos naturales, la evolución espontánea puede deteriorar la libertad aunque siempre sea más lentamente que cuando lo hace el Estado. Además, sin ellas, un utilitarismo de corto plazo, de elevada preferencia temporal, puede aún en mayor medida, ser liberticida. Y, aquí está lo decisivo, no hay posibilidad alguna que nadie respete consistentemente el natural derecho a la libertad definida como autopropiedad y ausencia de violencia o de su amenaza sin unos incentivos y unas disuasiones.
El Estado entorpece el progreso material, como demuestra la praxeología y la teoría de los procesos espontáneos. También es un inexorable depravador moral desde el momento en que, para lograr el respeto a la propiedad, la conculca, para evitar los abusos, los produce y para lograr proveer unos servicios, impide que se generen otros. El Estado es, pues, una gran mentira, pero, ¿cómo asegurar la libertad natural en caso de poder limitarlo realmente? ¿Cómo incentivar el respeto a la libertad y disuadir de su vulneración en una minimización del estado y en la transición a esta situación? ¿Cómo aportar a los tribunales y a la jusrisprudencia libertarias una guía estable de interpretación jurídica libertaria?
La solución no viene de la imaginación constructivista, ni mucho menos, sino de la más antigua y civilizadora de las grandes instituciones históricas: la religión. Sólo si se sustituye la coacción violenta por la coacción incruenta o llamémoslo "el conjunto de incentivos y disuasiones" que proporciona la religión, con su anclaje sobrenatural y con sus valores y costumbres reiteradas aún sin ser totalmente comprendidas, puede la libertad sobrevivir.
Y cuando hablo de religión no me refiero a cualquiera, sino a aquella bajo cuya influencia se configuró la más completa idea de libertad: la religión cristiana y su institución más prestigiosa, la Iglesia Católica. Soy creyente, lo confieso, pero el argumento que aquí aporto en favor de una hegemonía cristiana como marco cultural para asentar el modelo austriaco de liberalismo tiene una lógica entendible por cualquiera.
La religión cristiana no es ajena a la evolución histórica, no obstruye esencialmente los procesos de mercado y aporta un fundamente ético de la libertad no presente en otras culturas o religiones. Cierto es que aún se deben depurar los dogmas cristianos relativos a la sociedad pero no cabe duda de que, con la teoría austriaca de la acción humana (vistas sus raíces profundas en el pensamiento católico hispano de los siglos XVI y XVII) y determinados documentos papales (la Encíclica Centessimus Annus) es más posible que imposible.
Por otra parte, la posibilidad de que haya un libertarismo legitimado socialmente en una ideología consciente y puramente racionalista, es una quimera. Como todos deberíamos ya saber, el racionalismo extremo y soberbio justifica cualquier cosa.
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