El siglo XIX fue mucho más que el siglo del laissez-faire: la era victoriana fue la maceta donde germinaron grandes movimientos que sacudieron la filosofía, la política y la ciencia y cuyas luces y sombras, a principios del siglo XXI, aún nos siguen afectando. Durante el siglo XIX nada estaba realmente diferenciado, los grandes descubrimientos científicos se interrelacionaban con los movimientos filosóficos y religiosos que conformaban la moral de las sociedades y, por tanto, buena parte de las políticas de sus gobiernos. Fue en este contexto en el que Charles Darwin, tras viajar en el Beagle dos años y después de varios más analizando sus muestras y observaciones, decidió hacer pública su teoría sobre la evolución de las especies.
Pronto la supervivencia del más apto, término que no fue acuñado por Darwin sino por el filósofo británico Herbert Spencer, o la selección natural, que sí se le debemos al naturalista, dieron el salto de lo meramente biológico al campo de la filosofía y de la naciente sociología. Francis Galton, además de primo de Darwin, fue un hombre de ciencia polifacético. Sus estudios sobre herencia ayudaron a desarrollar lo que se conocería décadas después como genética. Además, destacó en estadística, cartografía, geografía y meteorología, donde llamó la atención sobre el papel de los anticiclones. Pero aparte de todo esto e imbuido por los escritos de su primo, fundó y promovió la eugenesia, pseudociencia que propugna la mejora de la especie humana. Galton aseguraba que:
Mi objetivo general ha sido tomar nota de las variadas facultades hereditarias que tienen las personas, para averiguar hasta qué punto la historia puede haber mostrado si es practicable o no la sustitución del ineficiente género humano por unas líneas mejores, y valorar si sería o no nuestro deber realizarla, poniendo en juego los esfuerzos que puedan ser razonables, con el fin de ampliar los límites de la evolución con mayor rapidez y menos agotamiento que si dejáramos que los acontecimientos siguieran sus propio curso.
Galtón y otros consideraban que dentro de la Humanidad, los diferentes grupos combatían entre sí mediante mecanismos de competencia darviniana, de forma que los más exitosos eran los portadores de las características más avanzadas y "perfectas" y, por tanto, los más aptos y lógicamente, el futuro. Sus estudios sobre genealogías de personajes eminentes o el estudio comparativo de gemelos criados por separado fueron convenciendo a cada vez más gente. No sólo las personas con enfermedades hereditarias o socialmente rechazables como la epilepsia, sino las que padecían problemas como el alcoholismo o incluso aquellas que por circunstancias variadas tenían que practicar actividades como la mendicidad o la prostitución, pronto se pusieron en el punto de mira de sus partidarios. Por supuesto, la raza era otro factor demasiado importante para desecharlo y es que el racismo en esa época no era un concepto tan denostado como en la nuestra.
En Alemania, y a partir de la década de los 60 del siglo XIX, el morfólogo Ernst Haeckel, otro sobresaliente hombre de ciencia con un oscuro perfil político, destacó por su defensa del darwinismo en cuya personal interpretación encontró la justificación "científica" para el racismo. Según él, razas, grupos y nacionalidades evolucionaban respondiendo a su entorno, avanzando a través de una lucha competitiva. Heackel dio así contenido al monismo, filosofía que en la política propugnaba un Gobierno fuerte y centralizado como fuerza impulsora del progreso humano mediante la competencia racial, el sacrificio del grupo y la guerra internacional. Galtón y Heackel, incluso el propio Darwin, creían como mucha gente en esa época en la jerarquía racial y por supuesto, asignaban el escalón más alto a la propia.
Las justificaciones sociales también encontraron su lugar. El criminólogo italiano Cesare Lombroso hablaba de imbéciles morales refiriéndose a aquellos individuos que no habían alcanzado un adecuado grado de evolución, por lo general locos peligrosos, asesinos natos y epilépticos, encontrando así una explicación para los comportamientos antisociales. Semejante tesis tuvo también buena acogida en la población, sobre todo cuando se percibía un incremento del crimen y de cierta inestabilidad social. En Francia, Georges Vacher de Lapouge abogaba por la competencia entre razas por encima de la competencia entre individuos.
La eugenesia tenía dos formas de llevarse a cabo. La primera era evitar que determinados grupos se aparearan entre sí. Este sistema segregacionista se definió como eugenesia positiva y permitía en teoría salvaguardar los supuestos caracteres positivos de los individuos superiores. La segunda, la eugenesia negativa, consistía bien en que no pudieran reproducirse quienes formaran parte de los grupos considerados inferiores, es decir, en su eliminación como sujeto reproductor, bien en su asesinato, acelerando de esta manera el que desde su punto de vista era el proceso natural. Ambos sistemas encontraron lugar en las políticas de los gobiernos de muchos países occidentales. El darwinismo social había encontrado una herramienta perfecta para su máxima expresión, mucho más poderosa que la simple y execrable opinión de un ciudadano con mayor o menor poder o influencia: había encontrado el Estado.
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