Al santoral laico pronto se le van a terminar los 365 días del año para celebrar todas las fiestas que poco a poco han ido copando nuestro calendario, desde el día del Niño al día del Planeta pasando por el día sin Tabaco y, en España, el día de las Comunidades Autónomas. El pasado domingo, 9 de mayo, se celebró uno de estos días, el día de Europa.
Desde que Hobbes planteó en su Leviatán la necesidad de que “se establezcan períodos determinados de instrucción, en los que el pueblo pueda reunirse, […] escuchen a quienes les digan cuáles son sus deberes y cuáles son las leyes positivas que les conciernen a todos, leyéndolas y explicándoselas, y recordándoles quién es la autoridad que ha hecho esas leyes”, no hay Estado que no haya designado una fecha en la que poder exaltarse a sí mismo y recordárselo a sus ciudadanos. Es parte de la “construcción nacional” y, con mayor gloria o pena, con más o menos fundamento, así se celebran.
La Unión Europea no podía ser una excepción y desde 1985 oficializó sus símbolos sin que por ello los europeos los hayan adoptado como propios. Han pasado ya 60 años desde que se leyera la declaración tramada por Jean Monnet y Robert Schumman que ponía los cimientos de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero entre Francia y Alemania pero que apuntaba a una mayor unión, la semilla que crecería abonada por el mercado común y en la que hoy se ha convertido la Unión Europea acompañada de la monetaria.
Lejos de crear un marco de relaciones libres entre todos los europeos con el que poder desplazarse y comerciar en paz, la evolución institucional ha convertido lo que podría haber sido una buena idea en un Leviatán temible que se cierne sobre más de quinientos millones de almas. Con aquella declaración, Schumman -el ministro de Exeriores francés, no el compositor- había sembrado en ese “punto limitado, pero decisivo” todas las virtudes, y vicios, que más tarde llegarían. Los estados europeos no se limitaron a llegar a acuerdos de libre comercio, sino que fueron apuntalando la burocracia a base de tratados e instituciones que complicaron la propia existencia de la Unión hasta convertirla en una maraña incomprensible que solo los eurofuncionarios son capaces de interpretar como brujos de tribus ancestrales; tal vez esta tarea hercúlea justifique el abultado sueldo que les pagamos los contribuyentes europeos.
Más allá de las ciudades de Estrasburgo y Bruselas, los europeos viven al margen de la Unión y de sus símbolos aunque los padecen de la misma forma. Cada vez son más las directivas y demás legislaciones que afectan a nuestras vidas. Como todo gobierno centralizador, poco a poco se asumen más competencias en detrimento de las personas, que permanecen impotentes mientras se toman decisiones lejanas sin apenas control ni fiscalización; el euro es el fruto del monopolio monetario del Banco Central Europeo y la competencia fiscal entre Estados se ha visto comprometida gracias a los procesos de “armonización”. De cara al exterior, el mercado común y la libre circulación de personas se cierran sobre sí mismos, impidiendo el desarrollo de empresas y personas extraeuropeas, en este punto no se puede pasar por alto ni dejar de denunciar la Política Agraria Común.
El modelo institucional europeo ha demostrado sus fracasos y vergüenzas en demasiadas ocasiones, las últimas permanecen irresueltas, el futuro del euro es incierto y la Unión se ahoga mientras rescata a Grecia. La Constitución, que no era tal pero que simplificaba los tratados existentes, se estrelló ante la indiferencia popular mientras que las ambiciones particulares siempre han dado al traste con la ambición imperial de crear un ejército europeo. Franceses y alemanes se disputan la centralidad y el control político, y nunca renunciarán a ello. Políticamente, la Unión Europea permanece paralizada como paralizado quedó el espacio aéreo europeo tras la erupción del volcán islandés de nombre impronunciable.
La Unión ha tratado de apoderarse de la idea de Europa pero no ha sabido dar con sus claves y a veces tantea la legitimación democrática con escaso éxito. Sin Estado-Nación no puede haber nación soberana y mientras que el nacionalismo cívico de Habermas se mueve en el ámbito teórico, no se puede fomentar artificialmente lo que no es más que una unión de Estados con intereses comerciales comunes. Limitar el ámbito de los tratados a este punto habría sido garantía de paz y prosperidad suficiente sin caer en la necesidad de plantear siquiera otros problemas como el de las raíces cristianas.
La justificación histórica de la unión institucional encuentra precedentes siglos atrás, cuando a lo largo del s. XVI se impuso el mecanicismo frente a la arbitrariedad del mundo y la fe ciega en el progreso. Entonces, los teóricos encontraron que sus escritos e ideas pasaban a ser instrumentos de transformación de la realidad, los grandes positivistas y teorizadores del Estado aparecieron por doquier con la voluntad de imaginar modelos políticos que resolvieran los grandes problemas de la humanidad. Las guerras de religión asolaban Europa y en 1623 se publicó en Francia Le nouveau cynée ou discours des occasions et mohines d’eftablir une paix generale & la liberté du comerse par tout le monde de Emeric Crucé que pivotaba sobre el derecho de hospitalidad y que excedía el ámbito y la paz del continente europeo. Menos ambiciosos que éste fueron los casos del duque de Sully, o del Projet pour rendre la paix perpétuelle en Europe de Saint-Pierre, que establecía cinco artículos que garantizarían una paz duradera en Europa. Una paz perpetua que también preocuparía a Kant pero que calificaría de idea irrealizable a pesar de que considerara como un imperativo de razón la creación de un Estado mundial cosmopolita que terminara con las guerras.
Esta idea de gobierno mundial es la que subyace en la construcción de la Unión Europea sin tener en cuenta que el Leviatán al que se ha dado vida es más peligroso para libertad, el progreso y la paz de los hombres que cualquier otra amenaza de la que se les quiera proteger. Mientras tanto, los europeos le devuelven a esta maquinaria burocrática la más grande de sus indiferencias, pese a los fondos que se destinan a fomentar sus símbolos, siguen unidos sentimentalmente a sus naciones, himnos y banderas. Y cuando se les llama a las urnas, la gran mayoría prefiere dedicar su tiempo a otros menesteres.
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