Durante la última década, esto es, desde el primer gobierno tripartito de Pascual Maragall, el protagonismo de Cataluña en la vida política española ha ido en aumento. Si antes de 2003 se hablaba de "pactismo" o de "oasis", conceptos que deben ponerse en entredicho o cuando menos no aceptar sin discusión como válidos plenamente, a partir de entonces la conducta de sus elites gubernamentales ha estado guiada por el enfrentamiento constante "con España", como si de dos entidades antagónicas se tratara.
Se celebraron consultas independentistas ilegales sin que el gobierno de la nación (ni el autonómico) hiciera nada por impedirlas; editoriales conjuntos de la prensa catalana en tono amenazador; manifestaciones (que acabaron en vandalismo) contra la sentencia del Tribunal Constitucional. En medio de este desafío constante, se mantenían inalterables las multas a quienes osaban rotular sólo en castellano sus establecimientos comerciales y se impedía la enseñanza escolar en castellano. Como se aprecia, un "respeto escrupuloso" por el entramado de derechos y libertades consagrados en la Constitución, menospreciada sistemáticamente en Cataluña, donde cualquier intento por salvaguardarla lleva consigo ser etiquetado como "fascista".
Igualmente, el victimismo ha sido el recurso político que en mayor medida se ha empleado desde la Plaza de San Jaime, basado en la repetición sistemática de mantras que tienen en el "expolio fiscal" (versión académica del "España nos roba") su máximo exponente. Para el nacionalismo, lo importante no son las personas, sino los territorios a los que se dota de vida propia; en consecuencia, son los que sienten, sufren, padecen y si desde el gobierno central no se les concede lo que exigen, se ofenden. Al respecto, cualquier reproche, por mínimo que haya sido, al establishment político catalán por la forma de gestionar los asuntos públicos, es interpretado como un ataque a Cataluña.
No obstante, bajo el actual gobierno de Artur Mas la simbología ha dado paso a una política de hechos consumados. Sin rubor alguno se habla de conceptos deliberadamente polisémicos como "transición nacional", "estructuras de Estado" o "derecho a decidir", cuya finalidad es poner cortinas de humo a la incapacidad del ejecutivo (CIU-ERC) para encarar la crisis con algo más que eslóganes o subvenciones a aquellas entidades que comulgan con la hipótesis del maltrato. En este punto, es curiosa la inversión de roles realizada por el sindicalismo catalán, más pendiente de los "intereses nacionales" que de los de clase.
De cara al próximo 11 de septiembre, desde el nacionalismo catalán se apela de nuevo a los sentimientos y se exhorta la división. Aún con ello, como bien dice el saber popular, "no se puede tapar el sol con un dedo" y el 12 de septiembre, los problemas que asolan a la ciudadanía catalana seguirán ahí. Estos son los mismos que se dan en el resto de España, con los cual, no somos tan diferentes, ni estamos tan alejados.
Del infantilismo con que CIU, ERC y sectores mayoritarios del PSC gustan de hacer política, no puede pasar desapercibida la costumbre, actualmente multiplicada, de eliminar el nombre de España en aquellas plazas, calles o avenidas que lo llevan. Si en todo este asunto la coherencia se llevara hasta el final y hubiese un mínimo de decoro metodológico, lo normal es que lo que antes se llamaba Plaza del España pasara denominarse "Plaza del Estado" (aunque es probable que para los más voraces no bastase y exigirían añadir el adjetivo calificativo "opresor").
En definitiva, Cataluña prosigue su camino hacia un destino incierto, muy alejado en cualquier caso de las ensoñaciones utópicas en las que se ha instalado su casta dirigente. Ésta, con el uso de ingentes cantidades de dinero público, ha logrado que sus delirios calen en la mente de muchas personas, aunque no tantas como creen (o anhelan) los promotores de este viaje.
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