Recientemente tuve la ocasión de reencontrarme con un antiguo maestro. La nuestra fue una charla cargada de melancolía, ese dolor gozoso que nos produce el recuerdo del pasado. Nada que ver con las aulas de la universidad. La melancolía la respiraba él, cuando me hablaba de su trilogía de novelas sobre un mundo que virtualmente ha desaparecido. Habla de la Castilla rural que era igual a sí misma con 100, 500 o 2.000 años de diferencia. Es esa Castilla que describe escueta y parcamente Azorín, la de aquél viejo que ve pasar las horas sentado frente a la plaza, en una escena que se repetía, sin modificarse, durante siglos.
Hoy, ese mundo rural, que parecería eterno a un observador que acumulase varias vidas, ha desaparecido como por ensalmo. El plástico manto de la ciudad cubre todo el territorio, y tanto la forma de vida como los medios de producción se han igualado. El agricultor es maquinista y es químico. El rastrillo, el arado, la azada, son objetos de decoración que sugieren un agrarismo arcaico impostado.
Mientras mantenía la conversación recordaba el arranque de A Farewell to Alms, la historia económica reconstruida por Gregory Clark. En éste, el historiador representaba un gráfico que recogía la producción per cápita desde el año 1000 antes de Cristo hasta la actualidad, y con los altibajos propios de la historia, recogía una línea prácticamente horizontal, hasta el 1800. Casi tres milenios, sin que la humanidad hubiera sido capaz de escapar a su condición miserable. Y en ese punto, el arranque del XIX, comienza a describir una curva casi vertical, la del aumento del nivel de vida en los últimos 200 años, al ritmo impuesto primero por la revolución industrial y luego por las demás fases de lo que llamamos capitalismo. Es el gran salto, como lo describió en su libro póstumo Julian Simon.
La aplicación intensiva del capital a la producción tenía que llegar también al campo, y lo ha hecho. El capitalismo da saltos cada vez mayores a base de hacer llegar a las masas, y a los rincones más recónditos, todas sus bendiciones, en forma de productos más accesibles, mejores comunicaciones, relaciones más abstractas y complejas, y más independientes de la dura ley impuesta secularmente por la naturaleza.
Es un cambio muy reciente, y que contrasta con el devenir eternamente cíclico de la agricultura hasta casi nuestros días. En todo cambio se pierde una parte de lo que había. Podemos echarlo en falta, pero no lo queremos tanto como para renunciar a todo lo que hemos ganado gracias, precisamente, a haber dejado atrás ese mundo secamente bucólico.
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