Actualmente existen más de 2,5 millones de funcionarios incorporados a las Administraciones Públicas lo que representa un 14 % de la población activa de España. Cerca de medio millón pertenecen a la Administración General del Estado y los dos millones restantes han sido incorporados a las Administraciones Autonómicas y a los Entes Locales durante las últimas décadas.
Probablemente muchos ciudadanos sientan necesidad de minimizar o incluso eliminar la función pública de sus vidas frente al tamaño excesivo del Estado y, como consecuencia de ello, el constante incremento de la regulación pública, la gestión pública de parte del ingreso familiar con la exacción de tributos y los actos administrativos con los cuales políticos y funcionarios toman decisiones en aspectos estrictamente privados. En estos momentos el gasto público alcanza más del 38,6% del Producto Interior Bruto según fuentes de Eurosat y, desde el inicio de la democracia en España el 6 de diciembre de 1978, el tamaño del Estado se ha duplicado por medio de la creación de gobiernos y parlamentos regionales y el surgimiento de la nueva Administración Autonómica.
El proceso de descentralización ha centrifugado un exceso de competencias hacia las autoridades regionales, provocando situaciones dramáticas de duplicidad de puestos y de indefensión de los ciudadanos como consecuencia de múltiples legislaciones y de actos administrativos arbitrarios en multitud de áreas de nuestra vida. Dado que parece poco probable que la función pública desaparezca en el futuro cercano y que los funcionarios aplican la legislación vigente, es interesante analizar brevemente como se podría mejorar su gestión.
En aras a mejorar la función pública, en primer lugar, todos los altos cargos de las diferentes Administraciones Públicas deberían realizar una declaración patrimonial al tomar posesión, en donde se indiquen absolutamente todos sus bienes y los de sus familiares más allegados. Esta medida de transparencia de los cargos públicos sólo sería útil acompañada de una nueva institución, similar a una Agencia para la Función Pública que se dedique a realizar auditorías patrimoniales a los funcionarios laborales y de carrera con puestos ejecutivos y, especialmente, a los altos cargos de libre designación.
No menos importantes es la urgente necesidad de que también se realicen auditorías jurídicas, que sean serias y alcancen a todas las unidades administrativas, para asegurar que cada cargo público cumple con la normativa aplicable cuando se tramitan y resuelven los expedientes administrativos. Para implementar con garantías legales las auditorias a los funcionarios, puede ser útil un Tribunal de Investigación de la Función Pública que visualice la presencia judicial e interventora ante los funcionarios y altos cargos y sirva para que, al menos, se lo piensen dos veces cuando reciban presiones para realizar algún tipo de irregularidad administrativa.
En cualquier caso, las actuaciones de ese tribunal especializado deberían ser iniciadas por las denuncias anónimas de los ciudadanos o por la nueva agencia arriba citada, y sus actuaciones deberían requerir el imprescindible concurso de jueces independientes para que se atengan a la ley.
En segundo lugar, existen altos cargos públicos que mantienen sine die en sus puestos, independientemente de los gobiernos que organicen la Administración, por lo que pueden gestionar sus unidades administrativas como si se tratase de cortijos privados. Por ello, los altos cargos y los funcionarios de libre designación de las Administraciones Públicas deberían mantener su cargo sólo hasta alcanzar una limitación máxima de una o dos legislaturas, para limitar una acción ejecutiva continuada que pudiese alimentar redes clientelares de empresarios y grupos de interés.
Pero, sin duda, puestos a posibilitar que la función pública se aproxime a la eficacia del mercado para servir mejor a los ciudadanos, habría que introducir el salario variable en función de objetivos dentro de las Administraciones Públicas para estimular el trabajo de los mejores funcionarios con incentivos por productividad, nocturnidad, peligrosidad o riesgo que permitan mejorar los diversos servicios públicos.
Ya vimos como la relación entre el ciudadano y el Estado sería más justa abordada dentro del Derecho Privado con jueces ejerciendo tutela sobre los derechos individuales de cada persona y evitando los privilegios derivados del Derecho Administrativo.
Pero intentemos ir más allá. Si se debe garantizar previamente el mérito y la capacidad de los funcionarios dentro de un área del conocimiento y en el ámbito de una legislación específica, una vez realizado un concurso oposición, el funcionario debería poder elegir ejercer desde el ámbito público o como profesional privado.
Es decir, si el interesado paga una tasa pública por un determinado servicio público, un funcionario debidamente acreditado mediante un concurso oposición debe poder resolver un expediente conforme a ley o proporcionar fe pública respecto de la seguridad de una determinada actividad desde el Derecho Privado, al igual que se hace ahora con los privilegios del Derecho Público, pero actuando de un modo similar a los notarios en aspectos técnicos, sanitarios, medioambientales, alimentarios, etc.
Si le compensase económica y profesionalmente, mediante su firma, el funcionario público o privado acreditaría el cumplimiento (o no) de una determinada legislación, garantizaría y asumiría frente a terceros la responsabilidad por la seguridad de un equipo, un proceso, una instalación, un sistema, un proyecto o, incluso, la actividad económica concreta de una persona física o jurídica durante un periodo de tiempo determinado.
Evidentemente, con estas breves líneas sólo se pretende esbozar la dirección que pueden adoptar las Administraciones Públicas para disminuir su exceso de tamaño. El planteamiento anterior requiere el concurso de compañías de seguros que prestaran sus servicios a funcionarios privados debidamente acreditados por una titulación y por un concurso oposición que, sin duda, encontrarían el incentivo adecuado para desarrollar su labor en el mercado.
Quizás sería más adecuado emplear la palabra inspectores privados. Pero aquellos que conozcan el funcionamiento de las sociedades de clasificación en la certificación y supervisión de edificios, hospitales, bosques, obras civiles, industrias, barcos, aviones, naves espaciales o centrales nucleares podrán analizar la disminución que podría lograrse en el tamaño del sector público con la constitución de agencias para la prestación de los servicios públicos y, con la posibilidad de convocar concursos públicos que acrediten profesionales con el mérito y la capacidad necesarias para prestar servicios fedatarios desde el ámbito del Derecho Privado.
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