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Guerra y censura en los EEUU

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Las dos primeras enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos protegen dos derechos que son, a su vez, valladar del resto de los derechos individuales: el de la libre expresión y el de la autodefensa. Las dos, y especialmente la primera, han sufrido en aquél país en época de guerra. No en todas. No en la guerra con Inglaterra de 1812, pero sí en el ambiente pre bélico de 1798. También en la Guerra entre los Estados y en las dos guerras mundiales. Pero a partir de ahí, la censura, que llegó a aplicarse con gran dureza, ha ido perdiendo eficacia y por tanto se ha dejado de utilizar.

Hay varios elementos que siempre se repiten. Uno de ellos es la acusación a quienes son críticos con la guerra de que son desleales al país. En un salto lógico fácilmente evidenciable, se arguye la propia guerra como razón suprema y argumento suficiente para descalificar inmediatamente cualquier crítica. Ante las críticas de los republicanos de Jefferson de que la eventual guerra con Inglaterra era “un espantajo” con el que los federalistas justificaban su militarismo, la respuesta de éstos era que Albert Gallatin y el resto de republicanos no amaban verdaderamente su país y habían caído en una “vil sumisión” a Francia. Durante la guerra fría se estableció un programa de lealtad que preveía, en la orden ejecutiva número 10450, que a cualquier empleado de la Administración con “cualquier comportamiento, actividad o asociación que tienda a mostrar que el individuo no es de fiar”, se le despediría.

También se ha recurrido a denunciar a los críticos como subversivos y de mermar el esfuerzo de la guerra. El congresista Harrison Gray Otis dijo en 1798 que “un Ejército de soldados no sería tan peligroso para el país como el Ejército de espías e incendiarios que hay por todo el continente”. Clement Vallandigham fue encarcelado y deportado al Sur por “declarar sentimiento y opiniones desleales con el objeto y el propósito de debilitar el poder del gobierno en su esfuerzo de suprimir una rebelión ilegal”. Durante la guerra se arrestó a decenas de miles de ciudadanos, y a una parte de ellos por expresar opiniones contrarias a la guerra, y se cerraron no menos de 300 periódicos.

Wilson dijo que en caso de guerra, “si hubiese deslealtad, tendrá que lidiar con una severa represión por una mano firme”. Quienes sean desleales, “han sacrificado su derecho a las libertades civiles”. Durante la II Guerra Mundial, aunque antes de la implicación de EEUU, se creó un Comité de Actividades Antiamericanas, cuyo primer objetivo fue acabar con la propaganda nazi, pero que pronto se volcaría hacia la incidencia del comunismo. En un mensaje al Congreso, Roosevelt advirtió sobre “una quinta columna sediciosa” en la sociedad estadounidense. El senador Thomas Dodd dijo, en plena guerra del Vietnam, que manifestarse contra la guerra “era lo mismo que una insurección”.

Otro elemento que se ve habitualmente es la desconfianza hacia los extranjeros, que con su venida traen ideas que corrompen el ser nacional y amenazan sus instituciones. En la cuasi guerra con Francia, la Administración Adams elevó el número de años necesarios para ser natural del país de dos a 14 años y aprobó dos Leyes de Extranjería, una de las cuales permitía al presidente detener y deportar a un ciudadano de una nación foránea con la que se estuviese en guerra, sin mediar la intervención de la justicia.

Gray Otis dijo, adelantándose dos siglos a Hungtinton, que la llegada de inmigrantes “contamina la pureza del carácter de América”. En 1940, el Congreso aprobó la Ley Smith, que obligaba a los extranjeros a registrarse, y permitía a la Administración a deportar a quienes “abogaran, amparen, aconsejen o enseñen la necesidad, deseabilidad o conveniencia de derrocar o destruir cualquier gobierno de los Estados Unidos por fuerza o violencia”. De nuevo se identificaba a los inmigrantes con portadores de ideas foráneas que contaminaban la verdadera cultura americana, como las leyes de extranjería de John Adamns, o el fallido intento de revivirlas por el fiscal general Palmer, en 1920. Ahora, en plena “guerra contra el terrorismo”, se teme a la incidencia del Islam.

También ha evolucionado la idea de la verdad y del papel de la libertad de expresión. Los federalistas leían la primera enmienda a la luz de la doctrina de la common law inglesa, que prohibía la censura previa, pero sí entendía que se podía condenar una publicación que albergase una “tendencia perniciosa”, en expresión del jurista Blackstone. Madison, en un informe sobre la Ley de Sedición, concluyó que en los Estados Unidos es esencial “una mayor libertad de animadversión”, pues su sistema político está basado en que los políticos “son responsables ante sus electores” y por tanto han de someterse a la crítica.

La primera enmienda no llegaría al Tribunal Supremo hasta la I Guerra Mundial. En ese contexto es cuando el juez Holmes dictaría su famosa opinión: “Admitimos que en muchos sitios, y en tiempos ordinarios, los defensores, al decir todo lo que han declarado en la circular, estarían dentro de sus derechos constitucionales. Pero el carácter de cada acto depende de las circunstancias en que se produce. La protección más estricta de la libre expresión no protegería a un hombre que gritase falsamente ‘fuego’ en un teatro, y causase un pánico. (…) La cuestión en cada caso es si las palabras utilizadas en tales circunstancias son de tal naturaleza que crean un peligro claro e inmediato”. De este modo, se recuperaba el criterio de verdad, que no estaba en la Ley de Sedición de 1918, y por otro lado se fijaba un límite a la libertad de expresión en la inminencia de un peligro claro. Luego, el propio Holmes diría que ni siquiera una guerra podría marcar una excepción al principio de la libertad de expresión.

Este derecho se fue afianzando en la doctrina del Tribunal Supremo hasta su decisión Gertz vs. Robert Welch Inc., de 1974, en la que resolvió que “bajo la primera enmienda no hay tal cosa como una idea falsa”. Y “por muy perniciosa que pueda parecer una idea, dependemos de su corrección no por la conciencia” de los votantes, de los legisladores o de los jueces, “sino de la competición con otras ideas”. Ya no habría opiniones peligrosas, pues éstas pueden ser contrarrestadas por otras. Es el fin de la censura legal en los Estados Unidos.

La censura ha ido cediendo ante otras fórmulas. Ley de Sedición de 1798 castigaba con una pena de hasta 20 años a quienes vertiesen opiniones falsas que atentasen contra la fama del presidente o de las instituciones. Con ella en la mano, y con una justicia adicta, los federalistas pudieron encarcelar a los principales periodistas republicanos, en lo que Jefferson llamó “la era de las brujas”. Woodrow Wilson promovió la Ley de Sedición de 1918, que ni siquiera exigía que una información fuese falsa para condenar a alguien por expresar una información o una opinión. Con ella y con la Ley de Espionaje, se llevó a más de 2.000 ciudadanos ante los juzgados por tener un discurso contrario a la guerra.

Como la censura iba perdiendo eficacia, las Administraciones han ido recalando en la manipulación y la propaganda para apoyar su discurso. Wilson se encontró con que el pueblo americano no se sentía amenazado por Alemania, ni sentía indignación hacia ella. La Administración crearía esa animadversión merced al llamado Comité de Información Pública, cuya labor era doble: alimentar el odio de los estadounidenses hacia los enemigos y cubrir de sospecha a cualquiera que fuese “desleal”. Esto no es cualquier cosa, porque se crearon varios clubs de ciudadanos dedicados a identificar y denunciar a los desleales. Sólo uno de ellos, la Liga de Protección Americana, tenía 200.000 miembros. Otra vía para ahogar las opiniones contrarias al gobierno o al sistema fue la que se siguió con la Ley de Seguridad Interior de McCarran, que obligaba a registrarse a las organizaciones comunistas y asimiladas, para luego ir quitándoles un privilegio tras otro.

Tras la guerra de Vietnam, el recurso a la censura se ha dejado de practicar. En parte porque la sociedad es más compleja y en parte porque cuenta con muchos más medios de expresión; censurarlos sería inviable desde el punto de vista práctico, y se volvería contra la misma Administración. Ya no se quiere acallar a una parte de la opinión pública, pero sí ahogarla bajo un manto de manipulación y propaganda.

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