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Hay que sacudirse (del socialismo)

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Ahora que asciende la intención de voto de unos predicadores del «socialismo de siglo XXI» ante la acelerada deslegitimación del régimen político que, no obstante, les ha preparado el terreno idelógico en los medios de comunicación y la enseñanza, conviene conmemorar el veinticinco aniversario de distintos acontecimientos que precipitaron el derrumbe del «socialismo real» en Europa Central y Oriental. Acaso el desmenuzamiento de las calamidades a las que se vieron sometidos esos países por culpa de ese sistema, así como su liberación parcial durante los últimos años del siglo XX, sirvan para hacer recapacitar a muchos incautos que se niegan a reconocer las consecuencias nefastas de esos movimientos políticos.

En efecto, a lo largo de aquel mágico año de 1989 fueron cayendo régimenes que, bajo el yugo soviético que los uncía, mantuvieron en condiciones de esclavitud a tantos millones de personas con distintos grados de virulencia y vesanía. No olvidemos que todavía el 5 de febrero de aquel año murió tiroteado el joven Chris Gueffroy, víctima de los disparos descargados por la policía comunista de Alemania Oriental cuando intentaba cruzar el Muro de Berlín hacia el Oeste. Es decir, no mucho antes de su derribo el 9 de noviembre siguiente, después de que los dirigentes de la RDA, arrastrados por la huida masiva de ciudadanos por las fronteras de Austria y Hungría, declarasen la libertad de circulación antes de su imparable caída.

Aun así, las reformas del Imperio Soviético propiciadas por la llegada a la secretaría del Partido Comunista de Mijail Gorbachóv el 11 de marzo de 1985 tuvieron un efecto catalizador para los gobiernos de su órbita, entre otras razones, porque los nuevos líderes instigaban cambios imposibles (Perestroika y Glásnost) para apuntalarlos. La contumacia por mantener la planificación central y la mayoría de los medios de producción en poder del Estado, es decir, un sistema socialista con meros retoques cosméticos, aceleró su proceso de autodestrucción frente a otros regímenes comunistas como el chino, que permitieron el funcionamiento de mecanismos de mercado bajo una férrea dirección que masacraría sin contemplaciones a los manifestantes de la Plaza de Tian’anmen que reclamaban otras libertades, el 4 de junio de 1989.

Dentro de los países europeos, Polonia se convertiría en el pionero de los cambios. Con el precedente de la grieta abierta en 1980 por el acuerdo entre el sindicato independiente Solidaridad y el gobierno, truncado por el golpe de estado del general Jaruzelski de 13 de diciembre de 1981; nueve años después comenzarían las negociaciones políticas de la «mesa redonda» entre representantes del régimen y el Comité ciudadano de apoyo a Solidaridad (el sindicato semiclandestino) bajo la observación de las iglesias católica y evangélica. El 5 de abril de 1989 los mencionados interlocutores llegaron al acuerdo que permitió la convocatoria de las elecciones semilibres del 4 de junio en las que los comunistas se reservaron 138 de los 299 escaños de la futura cámara baja (Sejm). No obstante, las candidaturas apoyadas por el Comité ciudadano de apoyo a Solidaridad triunfaron de forma apoteósica, ya que sus candidatos coparon el Senado y 160 de los 161 escaños de libre elección de la primera Sejm.

De esta manera, Tadeusz Mazowiecki se convertiría el 24 de agosto en el primer líder no comunista que, tras 41 años, asumía responsabilidades de gobierno en un país bajo la órbita soviética. Como recuerda Leszek Balcerowicz -laureado este año con el premio Milton Friedman que otorga el Cato Institute- en un libro-entrevista titulado «Trzeba się bić» (Hay que sacudirse) que parece anunciar su vuelta a la política, el recién elegido primer ministro le formuló una propuesta de convertirse en su «Ludwig Erhard».

Aunque rechazó tal ofrecimiento en un primer momento, las reticencias se disiparon después de que Mazowiecki le aseguró que no secundaría las famosas reformas híbridas del llamado «socialismo de rostro humano» (término para referirse a las reformas de Aleksander Dubček en la Checoslovaquia de 1968), sino que promovería un plan de transformación radical del régimen comunista y que lucharía contra la galopante inflación. Por su parte Balcerowicz supeditó la aceptación del cargo de Ministro de Economía a la obtención de potestades de selección del personal de los ministerios económicos y de la consideración de máximo director de toda la política económica del gobierno.

Para ese momento, aunque se habían abierto enormes esperanzas de reforma política, los acuerdos de la Mesa Redonda de gobierno y oposición fueron acompañadas de medidas como la indexación de los salarios a la inflación, un «remedio» que contribuyó a situar el índice anual en un 600 por ciento. Durante la época comunista la gente se había acostumbrado hasta cierto punto a los síntomas propios de una economía socialista donde se imponen controles de precios: el desabastecimiento y colas kilométricas en las tiendas para conseguir todo tipo de productos. Unos índices de inflación transparentes de tres dígitos constituían una novedad muy peligrosa para la estabilidad del país y el establecimiento de la democracia.

Se abrían, pues, dos alternativas ante Balcerowicz y su equipo, formado en parte por personas pertenecientes a grupos de reflexión procapitalistas que había organizado en su juventud y en parte por funcionarios conocedores del funcionamiento real de la administración polaca que, al menos, no eran hostiles al capitalismo: Introducir los cambios en la economía de forma gradual o de forma fulminante. Después de sopesarlas, optaron por convencer al gobierno de la idoneidad de una terapia de choque, habida cuenta de la situación catastrófica de la economía. Se trataba de que la rapidez en los cambios permitiera reducir el período de dificultades para la sociedad polaca y el aumento de las oportunidades de éxito. El propio Balcerowicz se encargó de presentar el plan ante el parlamento, si bien su entrada en vigor se aplazaría cinco meses desde su anuncio en septiembre de 1989 hasta el 1 de enero de 1990 para dar tiempo a desengranar sus detalles en la legislación precisa.

Para hacerse una idea de la profundidad de los cambios producidos, baste pensar que con el año nuevo pasaron a ser libres casi todos los precios controlados; se introdujo la convertibilidad del zloty con un fondo de mil millones de dólares prestado por el FMI como garantía; se liberalizó el comercio internacional y se adoptó un plan de estabilización para controlar la inflación. La privatización parcial de empresas estatales llevaría más tiempo. Al mismo se renegociaba de manera inteligente el pago de la mastodóntica deuda que los gobiernos comunistas polacos habían contraído con acreedores extranjeros y nacionales. En suma, de la noche a la mañana se pasaba de un sistema económico socialista a establecer los cimientos de otro de mercado.

Veinticinco años después, con todas las limitaciones de un proceso inacabado e incluso de las ralentizaciones y marchas atrás producidas, Balcelrowicz puede enorgullecerse de haber salvado a su país de la catástrofe. Las reformas radicales emprendidas entonces frente a otros países que no las adoptaron, como su vecina Ucrania, marcan la diferencia: Ambos países compartían en 1989 un nivel de vida equiparable. Actualmente, Ucrania apenas llega al treinta por ciento del polaco y no puede oponer un régimen de libertades y de sometimiento al derecho frente al expansionismo ruso.  

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