Niños que estudian en casa, atendidos por los padres o por educadores contratados para la ocasión, representan un nuevo escenario de aprendizaje en libertad, un espacio ajeno a la enseñanza oficial, que es despreciado por los mandarines culturales obsesionados con la integración social y la uniformidad educativa para todos.
Más allá de la denuncia positiva del intervencionismo que impregna por completo a la escuela, la enseñanza en casa es muy importante porque alecciona desde los primeros años de la vida de una persona para el futuro autoaprendizaje en el trabajo. El niño que aprende en el hogar, él solo o junto a pocos compañeros más, un día se hará adulto y deberá seguir conociendo, pulsando por su cuenta las propias experiencias si quiere alcanzar el perfeccionamiento personal. Así va el juego de existir: un juego a veces estimulante, en ocasiones desalentador, complejo, nunca cerrado, con etapas alegres y horas mediocres. El diploma gubernamental colgado en la pared no certifica también en la maestría de salir adelante.
Numerosas carreras universitarias apenas valen, según los casos, después de comenzar un empleo. La exigencia ahoga la sabiduría estandarizada. A su vez, las especializaciones –en instituciones públicas o no– adolecen, salvo honrosas excepciones, de los mismos vicios que el pergamino generalista: masificación, visión mostrenca de la realidad, apatía ante los obstáculos. Con un flamante título en propiedad, lo único que el candidato a un empleo le está indicando al empleador es que ha tenido suficiente fuerza de voluntad para esperar durante cinco años la obtención de una habilitación administrativa y que esa perseverancia del pasado presagia la tendencia laboral del futuro. En cierta medida, todos somos autodidactas porque desde determinada fecha nuestro título era una rémora. Cada uno elige su menú preferido de conocimientos porque reconoce lo que necesita descubrir en cada momento.
Después vienen, por supuesto, las consecuencias económicas positivas que el homeschooling lleva a las familias: ahorro en burocratismos, transporte, tiempo y material formativo. La lista de costes de oportunidad podría seguir. En su ensayo Migajas políticas, elescritor Hans Magnus Enzenberger, partidario ferviente de la autoformación, animaba incluso al Estado a deshacerse de los plúmbeos edificios educativos transformándolos en asilos, centros de salud u hogar para los sin techo.
El homeschooling es trascendental porque es la vida misma. Instruirse, superar baches codo a codo, conversar cada día con el maestro, abordar las dificultades que verdaderamente importan. Con el homeschooling el niño se entrena para el porvenir. Si corresponden los vándalos del barrio como compañeros de pupitre en el próximo curso, mejor dejamos la socialización para otro siglo. El homeschooling no es cuestión exclusiva de los pequeños: los mayores deberíamos aplicarnos las cualidades socráticas de este creciente fenómeno. No es la antiescuela. No es elitismo de institutriz. Es el arte de vivir porque saber en profundidad fue siempre asunto de uno solo.
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