Desde un punto de vista agregado, las interconexiones entre las distintas inversiones que se realizan en una economía suele resumirse en la expresión "estructura productiva", tan familiar para los economistas austriacos. La producción se realiza a lo largo del tiempo, por lo que, dentro de esa concepción agregada, se concibe esa estructura compuesta de distintas etapas en función de su cercanía al consumo final, que representan el flujo de bienes y servicios "reales" y el dinero.
Según el comportamiento de diversas variables agregadas como el ahorro y el tipo de interés, o la asignación y reasignación de los factores productivos, la forma de la estructura productiva si la representáramos gráficamente con el famoso triángulo hayekiano será diferente: más alargada (con más etapas productivas) y, por tanto, más capitalizada; o más achatada, con menor número de etapas (menos capitalizada). En el primer caso se producirán más y mejores bienes y servicios de producción y de consumo (mayor bienestar para la población), todo lo contrario que en el segundo caso.
Con esta panorámica agregada, la escuela austriaca ha explicado el proceso de capitalización de la economía (la forma de la estructura productiva), tanto de una manera sana (basado en el ahorro) o insana (promovida por la expansión artificial del crédito por los bancos centrales).
No obstante, también la estructura productiva puede modificarse forzosamente por el Gobierno por otras vías: los impuestos sobre la actividad económica (por ejemplo, el Impuesto sobre Sociedades, el IRPF-rendimiento de actividades económicas, o el IVA, entre los más importantes). El gravamen en los beneficios achata la estructura de producción. Dos ejemplos:
Achatamiento de la estructura productiva por gravar los beneficios de cada etapa productiva
Los beneficios son una señal para el arbitraje empresarial entre los precios de los productos y el precio de los factores productivos empleados. Ante mayores márgenes relativos de una etapa con respecto a otra, se producirá una sana afluencia de empresarios y capital para aprovecharse de esos márgenes al tiempo que se satisface más y mejor al consumidor. En cada etapa puede haber diferente nivel de beneficios (o pérdidas). Los impuestos sobre la renta de la actividad económica atacan precisamente estos beneficios, reduciéndolos.
Imaginemos que el desarrollo de la economía lleva a que en una etapa productiva se generen jugosos beneficios. Gravar estos beneficios detendrá la necesaria afluencia comentada provocando multitud de distorsiones. En primer lugar, se limita la producción de los productos intermedios que deberían crearse en dicha etapa, por la vía de impedir un mayor número de empresas que podrían fabricarlos o, sin reducirlo, por hacerlas más improductivas (a causa del mayor coste que supone el impuesto). Esto puede provocar la merma en el suministro de estos bienes y servicios, pero también en el de aquellos producidos por las etapas colindantes (aquellas que, a su vez, suministran y adquieren los productos de la etapa con altos beneficios gravados). Es decir, una interrupción de la coordinación acompasada de las distintas etapas. El resultado es que se infrautilizarán todas estas etapas productivas (sobre la que recae el impuesto y las colindantes), cabiendo la posibilidad de crearse, a corto plazo (antes de que modifiquen sus precios y se reubiquen) recursos forzosamente ociosos (por ejemplo, paro). Como resultado, a causa de los impuestos pueden crearse pequeñas crisis parciales en las etapas más afectadas, lo que provocará un achatamiento de la estructura productiva y a la descoordinación temporal, magnificado si la economía está también fuertemente regulada en otros ámbitos (como el laboral, ya mencionado, o el de la competencia, etc.).
Achatamiento de la estructura productiva por gravar los beneficios que cubren el coste del capital en cada etapa
Otro problema que surge es que gravar la renta (el beneficio contable en el Impuesto sobre Sociedades, o el valor añadido en el IVA) generada en cada etapa productiva también contiene el coste del capital o tipo de interés (es decir, el coste de oportunidad de los inversores). Dicho de otro modo, el beneficio contable no sólo contiene el beneficio puro empresarial (que tenderá a reducirse con la competencia) sino la recompensa a los inversores por la financiación (fondos propios o deuda). Esto es de vital importancia porque poder generar valor para remunerar este interés significa que la actividad se realiza de acuerdo con la preferencia temporal, la aversión al riesgo y la preferencia por la liquidez de los agentes. Es decir, con el coste que les supone la espera hasta obtener la producción que financian. De ser así, habrá una coordinación intertemporal de la actividad económica, compleja y generadora de valor.
Gravar el beneficio que cubre el tipo de interés conlleva otra serie de problemática, comenzando por la destrucción de cualquier actividad que no pudiera modificar su estructura operativa sin querer dejar de remunerar a los inversores. Esta capacidad de supervivencia y adaptación dependerá de la empresa, y se hace tristemente más evidente hoy en día con las continuas subidas de impuestos.
Por ejemplo, las empresas más ilíquidas (con más activo fijo o con más pasivo exigible a corto) tendrán más difícil esa adaptación, motivo por el que quizá se vean abocadas a cerrar (piénsese en el efecto que ha tenido el IVA en los teatros o cines, cuyo valor añadido es otro tipo de renta gravada). Al contrario, las empresas más liquidas podrán capear el impuesto con cargo a reservas, descapitalizándose para ganar tiempo, o bien con cargo a sus activos más líquidos pero en detrimento de no poder destinar esa liquidez a otro tipo de activos (fijos, a largo plazo) que ofrecen mayores rentabilidades. Es decir, un achatamiento de la estructura productiva.
Puede ocurrir, además, que el empresario, aunque obtenga beneficios después de impuestos, no se dé cuenta de que estos no cubren el coste del capital. Ha de tenerse en cuenta que este coste incluye la remuneración de la deuda pero también la de los fondos propios, que pueden provenir del mismo empresario (sobre todo en economías con mucha microempresa). Si el beneficio (o el valor añadido) después de impuestos no cubre todo el coste de oportunidad más difícilmente visible de los fondos propios, se estará quebrando el sentido capitalista de la actividad económica, esto es, la coordinación intertemporal de la producción con vistas a generar valor a lo largo del tiempo. Otra manera de achatar (gráficamente) la estructura productiva.
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