La defensa a ultranza del crecimiento de los servicios públicos, o sea, de los prestados directa o indirectamente por las administraciones públicas, suele presentar una ventaja aparente aunque un perjuicio real.
Se dice que, dado que lo que funciona mal es noticia y nunca lo es lo contrario -lo que sí parece ir bien-, se está dando una mala impresión de la administración pública. Deberían los medios y el público en general enfocar su atención en todos aquellos actos docentes, médicos, administrativos, y de todo cariz que se están realizando sin corrupciones, con afán de eficacia y de servicio. En lo que se refiere a las inversiones públicas sucede igual. El faraónico edificio cultural, el tendido ferroviario en áreas de escaso tráfico y otros gastos suelen estar justificados en cuanto están terminados por el mero hecho de que ahí están, se ven y, por tanto, es lo que hay. Esta visión bondadosa de lo público tiene tanto una fácil respuesta racional como una difícil refutación propagandística. La escuela pública que imparte docencia es buena por eso mismo, porque imparte docencia. La magnífica obra de arquitectura es admirable e irrenunciable porque está. Pero es lo que no se ve de ambas lo que justamente la cuestiona más. Es la inversión o inversiones que no se han hecho por destinar los recursos a lo que se ve lo que plantea las dudas acerca de lo realizado.
Un servicio no es bueno en sí mismo sino que sólo lo hace bueno si, dadas las circunstancias de incertidumbre e ignorancia esenciales de la acción humana, se ha tomado la opción de gasto que resultaba más rentable en determinado momento teniendo en cuenta aquello a lo que se ha renunciado.
Los más de cincuenta millones de euros del erario público de un centro cultural parecen bien empleados cuando ese centro "está", se ve y se visita. Sucede que la inversión ha sido sufragada con impuestos o con préstamo público, es decir, impuestos trasladados a las generaciones posteriores. De esa manera nunca se podrá saber con seguridad qué otra inversión podría haberse realizado en su lugar. La razón es que no existe un sistema de precios formado libremente que muestre las preferencias de uso de los recursos por los ciudadanos. De esa manera, la única decisión está en manos de gentes que no son propietarios de esos recursos y que no son, por ello, responsables de las pérdidas alternativas, de los costes de oportunidad que conllevan. La única forma de guiar las políticas públicas es, como sano método previo, evitar realizar el gasto sin antes considerar que, si dejamos en manos de los particulares ese dinero sin aplicarles tributo alguno, es la preferencia verdadera de su dueño la que guiará el mejor uso deseado. Siendo así, los precios reflejarían esas preferencias y, por lógica y en realidad, mostrarían los costes de oportunidad rápidamente.
Este modo de analizar el gasto público es contrario a los intereses de quien decide sobre lo ajeno. El político y el funcionario es, por honesto y ajustado a la ley que sea, un cazarrentas, dicho sin acritud, que tiende a maximizar su estatus de prestador de servicios para mantener su puesto. Si no presta el servicio tal y como se espera de él, pierde el puesto. Dicho de otra manera directa: si no gasta arbitrariamente los recursos, es decir, si no los gasta al modo dicho antes, sin tener en cuenta los verdaderos costes del mismo, no cumple con su función.
Juego político en torno a Muface
La caída de Muface crea el caldo de cultivo perfecto para acusar a las autonomías (la mayoría del PP) de no invertir lo suficiente en sanidad.
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