"Cuanto más intensamente se defiende y cuanto más se amuralla una civilización frente a una amenaza exterior, menor será lo que finalmente quede por defender". Hans Magnus Enzensberger.
"Construyamos un muro alrededor de nuestro Estado del bienestar, no alrededor del país". Will Niskanen.
"Una de las razones por las que la inmigración abierta no es posible es porque no es compatible con el Estado del bienestar moderno". Chandran Kukathas.
"En vez de tratar en vano de parar la inmigración, deberíamos dedicar nuestras energías hacia la reforma del Estado del bienestar". Alex Nowrasteh & Sophie Cole.
"El hecho de que una ley del Congreso trate a los foráneos de forma diferenciada a los ciudadanos no implica por sí mismo que dicha disparidad de tratamiento sea odiosa". Extracto de la sentencia del Tribunal Supremo de los EE UU en el caso Matthews v. Diaz.
Antes de la 1ª Guerra Mundial pocos veían la inmigración como un problema. El posterior surgimiento del Estado del bienestar moderno en Occidente lo cambiaría todo. Los inmigrantes dejaron de ser un activo como habían sido siempre a lo largo de la historia para volverse una "carga". Tal vez la frase que mejor resumió esta visión fue la del escritor suizo-alemán Max Frisch a propósito de la llegada de mano de obra extranjera que iba acomodándose en Alemania mediante los programas Gastarbeiter: pedimos trabajadores pero obtuvimos personas. A medida que fue aumentando el peso del Estado providencia, se fueron simultáneamente incrementando en las democracias modernas las barreras a la inmigración.
El afilado análisis del profesor Chandran Kukathas nos señala que si el precio de la justicia social de las sociedades socialdemócratas es la exclusión de los más desfavorecidos de los países que ofrecen las mejores oportunidades, esto no habla muy bien de su justicia social y puede ser un indicio en contra de la idea de la misma. Va siendo hora de replantearse el Estado del bienestar actual porque es incompatible no sólo con la inmigración moderna sino con la globalización en general.
Para que la libertad de movilidad laboral internacional se asiente verdaderamente y no sea fuente de conflictos, es imprescindible que deje de existir una obligación moral hacia el trabajador extranjero por el mero hecho de su proximidad física, es decir, por vivir en una misma jurisdicción política.
Que un haitiano sufra lo indecible dentro de las fronteras de su propio país y desencadene poca o nula reacción entre la población de otro país parece algo normal. Pero que ese mismo haitiano logre tocar suelo extranjero e inmediatamente surja una obligación moral colectiva hacia el mismo por parte de los nativos del país de acogida parece que es una reacción desproporcionada con respecto a la primera. Sin embargo, es precisamente lo que sucede en la mayoría de los países occidentales (a diferencia de otros).
Conviene, por tanto, separar claramente la libertad de movilidad laboral internacional de la inmigración tal y como se la entiende hoy. El concepto de inmigración va generalmente ligado a la residencia permanente, a disfrutar de las prestaciones sociales, a la nacionalidad y a los derechos políticos que van asociados a esta última. Bien es verdad que el acceso a todo ello es bajo condicionantes más o menos estrictos (según cada Estado) pero, al final, todo ello se puede lograr sin grandes dificultades, una vez se haya pasado la arbitraria y muy restrictiva criba inicial de los Estados.
Pese a que, aparentemente, parezca generoso otorgar todos estos privilegios a los trabajadores inmigrantes cuando hayan residido de forma continuada una serie de años y cumplan ciertos requisitos según cada país de acogida, en realidad perjudica gravemente a los futuros inmigrantes que quieran posteriormente acceder al mismo ya que cada vez se irá subiendo más el listón bien a través de trámites engorrosos e interminables (muchas veces excluyentes) o bien se terminará por establecer un muro físico para impedir el acceso de más trabajadores al país (literalmente es lo que están levantando los políticos estadounidenses frente a México, supuesto país vecino y amigo). Esto es un error de enfoque.
El muro no habría que levantarlo en la frontera propiamente dicha sino en el acceso de los trabajadores extranjeros al sistema de transferencias masivas que implica la existencia del dispendioso Estado del bienestar, del que supuestamente son beneficiarios los nativos, sean autóctonos o ya naturalizados. Con ello, los inmigrantes serían mucho mejor tolerados.
Es lo que está sucediendo sólo parcialmente en algunos Estados benefactores que restringen a los recién llegados las prestaciones sociales un número determinado de años (p.ej., la Welfare Reform Act en los EE UU desde 1996). Es justo lo contrario de lo que hoy sucede en España que basta aquí al inmigrante con empadronarse para tener derecho, entre otros, a la asistencia sanitaria gratuita y a la educación pública.
Llegados a este punto, es llamativo comprobar cómo los recelos nativistas saltan inmediatamente para denunciar una situación injusta al percibir que los recién llegados de fuera pueden abusar de los servicios sociales ofrecidos por el actual Estado del bienestar sin haber contribuido suficientemente a ellos, pero esos mismos nativistas parecen indolentes ante abusos mucho mayores realizados por sus propios compatriotas. Los estudios realizados hasta la fecha confirman una y otra vez que los fraudes y mayores abusos en relación con las ayudas o prestaciones sociales de asistencia pública se dan en mayor cantidad y proporción entre los nacionales, no entre los inmigrantes.
En cualquier caso, si se quiere terminar con el caótico sistema actual y abrir más las fronteras a los trabajadores extranjeros debido a sus benéficas consecuencias que suponen para la economía en su conjunto, dado el estado actual de cosas en el mundo real en que los Estado-naciones son fuertemente intervencionistas en las sociedades de acogida, habría que tomar una serie de medidas inmediatas para que los problemas actuales percibidos en el ámbito de la inmigración se atenuasen. El profesor de economía Jesús Huerta de Soto propone, de manera acertada, una serie de reglas estrictas pero respetuosas con los principios liberales que deberían exigirse a los inmigrantes. Serían las siguientes:
a) Los inmigrantes no deberían ser subsidiados por el Estado del bienestar, por tanto debería permitirse abiertamente que se desengancharan de los sistemas públicos de seguridad social y que contratasen sus servicios de asistencia sanitaria, seguros de vida y fondos de pensiones a través de compañías privadas.
b) Los inmigrantes deberían demostrar que en todo momento poseen medios independientes de vida.
c) En ninguna circunstancia debería proporcionarse de entrada el voto político a los inmigrantes para que no interfieran en los mecanismos de coacción política de los países de acogida.
d) Los inmigrantes deberían cumplir en todo momento las leyes materiales del país de acogida, muy especialmente las del código penal.
La exclusión de los derechos políticos y, sobre todo, de las asistencias públicas puede implicar falta de preocupación moral hacia los recién llegados, pero a largo plazo haría correr a los trabajadores extranjeros mejor suerte. Tal y como nos advierte Lant Pritchett, Los Estados del Golfo Pérsico tienen uno de los ratios mayores del mundo de trabajadores extranjeros viviendo dentro de sus fronteras. Mientras estén viviendo allí, los trabajadores invitados no tienen ningún derecho asociado a la nacionalidad del país anfitrión. El hecho de que el ciudadano típico de cualquier Estado del Golfo petrolero no sienta ninguna obligación por el bangladesí que viva en Bangladesh ni tampoco ninguna obligación moral por el bangladesí que viva y trabaje en su Estado petrolero beneficia enormemente a los bangladesíes pobres en general. Esto les permite tener acceso a los mercados laborales de los Estados del Golfo en cantidades inimaginables caso de que tuvieran que ser tratados como iguales políticos por parte de los ciudadanos de esos mismos Estados. Lo miso sucede en Singapur, paradigma de esta exclusión política y público-asistencial con la aceptación al mismo tiempo de numerosos extranjeros trabajadores huéspedes dentro de las fronteras de su pequeño territorio. Los inmigrantes acuden allí a trabajar, no a votar o conseguir subvenciones.
El principio actual vigente en los países occidentales va, empero, en dirección contraria: que no haya trato discriminatorio para ninguna persona que comparta proximidad física en un mismo territorio. Pero precisamente dicho principio empuja a imponer barreras y controles cada vez más severos para evitar la llegada de más trabajadores extranjeros (un sinsentido económico). Por tanto, la discriminación, siendo imperfecta, es la opción menos mala para poder ser menos restrictivo en la entrada de inmigrantes en un territorio dado sin producir excesivos recelos o fricciones entre los nativos o autóctonos.
Actualmente el Estado del bienestar en los países occidentales actúa de freno a mayores flujos de inmigrantes y distorsiona los ya existentes. Si se entiende que la tendencia futura va a ir sin duda hacia un mayor flujo de movimientos migratorios, debería ser reformado de forma urgente el acceso al Estado del bienestar para excluir de sus prestaciones a los recién llegados pero obligarles al mismo tiempo a la contratación de cobertura sanitaria y de ahorro previsional necesario en el existente mercado privado.
Para un socialdemócrata le resulta del todo imposible resolver la disyuntiva entre justicia "social" para los autóctonos y justicia "social" para los potenciales inmigrantes de fuera, a no ser que desde presupuestos ideológicos maximalistas se dé por buena la solución de "papeles para todos", completamente irreal e insostenible. Para un conservador, por su parte, la solución pasa por cerrar las compuertas del corral patrio y asunto concluido (como si fuese tan sencillo). Además de ser también una solución irreal trae consigo, como hemos visto, indeseables consecuencias.
Para un defensor liberal de una política de fronteras más abiertas y sensatas, por el contrario, puede lograrse una solución más realista y sostenible que haga factible la acogida de un número mucho mayor al actual de inmigrantes con, al mismo tiempo, una clara limitación de antemano –nunca de forma retroactiva- en su participación en el Estado del bienestar del país anfitrión.
La crítica que denuncia que los trabajadores "huéspedes" o temporales se convertirían de esta forma en ciudadanos de segunda, creándose una división entre trabajadores "con plenos derechos" y otros que no los tuviesen, no se sostiene porque ello es preferible a condenarlos al inmovilismo y a la miseria en su lugar de nacimiento o bien a la humillante situación de explotación e inseguridad que sufren actualmente los mal llamados inmigrantes "ilegales"; éstos sí que forman una subclase del peor tipo imaginable (ausencia de derechos y expuestos a todo tipo de abusos, entre otros, el de jugarse la vida en el trayecto y el de vivir posteriormente en situación de marginalidad y clandestinidad).
Los lazos de solidaridad, además, tienden a disminuir con poblaciones formadas por grupos cada vez más heterogéneos. En este sentido, es relevante la observación de Bryan Caplan en torno a la combinación explosiva de más inmigración y persistencia del Estado del bienestar: la gente no le importa pagar impuestos elevados para apoyar a personas "como ellos", pero pagar para el mantenimiento de "otras personas diferentes" ya es harina de otro costal. Un control de inmigración que facilite más canales legales y una mayor diversidad cultural mermaría el apoyo a la redistribución masiva. Ambas medidas se retroalimentarían y favorecerían los objetivos de una sociedad más abierta y liberal.
A fin de cuentas, son numerosos los beneficios que acarrearían una liberalización y una legalización de los flujos migratorios tanto en la sociedad exportadora como en la importadora de estos "huéspedes" residentes temporalmente o no en el país de acogida.
Es claro que en cuanto los nuevos trabajadores inmigrantes fuesen llegando legalmente al país anfitrión por la existencia de procedimientos lícitos suficientes y, al mismo tiempo, se viesen obligados a contratar servicios educativos, sistemas de cobertura sanitaria y de previsión privada, por básicos que fueran, la mirada de los nativistas hacia ellos cambiaría radicalmente. Además, con el paso del tiempo podrían también comprobarse que los servicios ofrecidos a dichos inmigrantes por parte de los agentes privados en esos asuntos "sociales" funcionan y que no son tan inhumanos y excluyentes como los socialdemócratas se imaginan. Iría calando poco a poco en la sociedad de acogida que dichos servicios pueden desplegarse de forma normalizada fuera del actual esquema estatalizado.
Muchos de los nacionales, incluso, pedirían desengancharse de lo público al tener enfrente ejemplos vivos de la cobertura ofrecida por el mercado a los trabajadores inmigrantes y a sus familiares al margen de los servicios provistos por el Estado. Intuyo que en ese momento comenzaría el derribo del muro pensado y levantado inicialmente para los trabajadores provenientes del exterior pero que irían erosionándolo desde el interior los propios nativos autóctonos en busca de mayores cotas de libertad de elección también para sí mismos.
Sólo entonces podría empezar a desplegarse espontáneamente una sociedad civil basada no en la falsa "libertad" sin responsabilidad, delegada a los políticos (la que tenemos actualmente en el consenso socialdemócrata), sino asentada en la libertad con responsabilidad (la que proponemos y añoramos los liberales).
Este comentario es parte de una serie acerca de los beneficios de la libertad de inmigración. Para una lectura completa de la serie, ver también I, II, III, IV, V, VI, VII y VIII.
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