Skip to content

Inmigración (X): por la libertad de movilidad laboral

Compartir

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en pinterest
Compartir en email

«Durante mucho tiempo en Europa preocuparon mucho más las consecuencias de la emigración que las de la inmigración». Hans Magnus Enzensberger.

«El estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914 marcó el final del periodo de la globalización contemporánea. Por primera vez en un par de generaciones, se introdujo el proteccionismo y se empezó a exigir el pasaporte para traspasar las fronteras». Johan Norberg.

«Si la libertad humana debe completarse, el laissez-faire (la libertad de comercio) debe finalmente estar acompañada por el laissez-passer (la libertad de desplazarse)». Richard M. Ebeling.

«Dadme vuestras cansadas, pobres y apiñadas masas, anhelantes por respirar libertad…». Fragmento del soneto escrito por Emma Lazarus y grabado en el pedestal de la Estatua de la Libertad.

«Jamás podremos decir que una sociedad es libre, que el proceso de globalización se encuentra operando en su máximo esplendor, mientras no se abran las fronteras, mientras se limiten políticamente las interrelaciones sociales y comerciales, mientras se impidan los movimientos migratorios». Adrián Ravier.

En sus orígenes, el liberalismo se opuso a todo tipo de barreras mercantiles (movilidad de bienes), estamentales (movilidad social) o gremiales (movilidad profesional) de la época. También contra los impedimentos migratorios. Por entonces, las ordenanzas reales prohibían al campesino establecerse en las ciudades. Existían asimismo fuertes sanciones para el que abandonaba el país sin contar con el beneplácito de la autoridad correspondiente. La emigración libre era inconcebible y, por tanto, estaba sometida a autorización. Buena parte de los Estados aplicaban castigos corporales e incluso en algunos casos la pena capital a los emigrantes clandestinos. Luis XIV mandó vigilar las fronteras para retener a sus súbditos dentro de su territorio. La época de los descubrimientos geográficos trajo el traslado controlado a las nuevas colonias ultramarinas -bien bajo la dirección efectiva de los gobiernos, bien bajo la intermediación de las compañías mercantiles- pero en cualquier caso como algo dependiente directamente del control del monarca respectivo.

El reconocimiento de la libertad de emigrar fue una conquista gradual frente al inmovilismo de los fuertes vínculos que ataban a los súbditos al territorio bajo el antiguo régimen o frente al concepto patrimonial de la soberanía regia. La emigración no estaba bien vista. Sólo unos pocos librepensadores se opusieron a esa opinión mayoritaria y opresiva acerca de la movilidad migratoria. Hasta el siglo XIX las emigraciones internacionales estuvieron indefectiblemente acompañadas de prohibiciones, limitaciones e impedimentos legales o licencias administrativas otorgadas desde el poder.

Eran frecuentes las confiscaciones de bienes, el pago de impuestos o la pérdida de derechos de los individuos emigrados. En Alemania existió hasta 1817 el llamado permiso de partida que gravaba los bienes de los emigrantes, en Inglaterra hasta mediados del siglo XIX existía una ley que prohibía emigrar a la mano de obra cualificada. No fue hasta 1853 que se suprimió en España la prohibición de emigrar a América a canarios y peninsulares sin la autorización correspondiente, subsistiendo en la segunda mitad de aquel siglo no pocas restricciones que sirvieron a los intereses de las compañías de transporte y de los agentes de emigración, además de fomentar la corrupción administrativa. Como se ve, en asuntos relacionados con los desplazamientos humanos, la libertad ha sido a lo largo de la historia la excepción más que la regla.

La presión demográfica sufrida en Europa desde mediados del siglo XIX y las oportunidades que ofrecía el Nuevo Mundo fueron un acicate demasiado potente para que, pese a las prohibiciones, las personas permanecieran inmóviles. Se estima que unos 50 millones de europeos (en su mayoría británicos, italianos, irlandeses, alemanes, austro-húngaros, españoles, portugueses, rusos y suecos) se desplazaron a ultramar de forma ininterrumpida hasta el advenimiento de la Primera Guerra Mundial. Es la emigración internacional de trabajadores más importante de todos los flujos conocidos hasta el presente, pese a que un 40% aproximado de la misma tuviera movimiento de retorno. Es importante recordar que esa formidable corriente migratoria pasó por encima de cualquier limitación o restricción legal que existiera en origen (no existían, por el contra, cortapisas legales para la entrada en los lugares de destino).

La cristalización de la libertad para abandonar el país de uno se asentó de forma gradual en las mentes de los hombres. Afortunadamente ya casi nadie discute hoy que la posibilidad de abandonar un país peligroso, caótico o desestructurado es una de las libertades humanas más profundas.

Hoy la represión es diferente. Ya no se impide la salida, es el acceso el que está severamente limitado. Este cambio de tendencia comenzó a manifestarse tímidamente a fines del siglo XIX con la prohibición de entrada de los coolies chinos a los EE UU y Australia o la de los originarios de la India hacia otros países desarrollados. Los controles de inmigración son un fenómeno relativamente nuevo; en Europa el primer control a la misma fue introducido en Gran Bretaña en 1905.

Las leyes racistas de inmigración de los años veinte empezaron a introducir cupos y prohibiciones a cierta inmigración y a distorsionar sus flujos. Tras la Segunda Guerra Mundial se abre un paréntesis en el que fue usual desde muchos gobiernos el facilitar los movimientos de inmigración circular de «trabajadores invitados» (o huéspedes) con fomento simultáneo del retorno a sus países de procedencia. La crisis de 1973 marca el final de este ciclo e inaugura el periodo contemporáneo de fuertes restricciones a la inmigración, cerrando incluso cualquier programa de los llamados «trabajadores-huéspedes» (guest worker, Gastarbeiter) que habían existido hasta entonces.

Como ya vimos, las restricciones y cuotas a la inmigración que se adoptaron en los países desarrollados no supusieron en realidad un freno a la misma, sino un mero cambio en la composición de los nuevos flujos: desapareció la emigración circular o transitoria, aumentaron los inmigrantes «ilegales» y se afianzó el fenómeno de la reagrupación familiar de los ya instalados (cambiando una población inmigrante formada por varones menos costosa por otra compuesta por familias reagrupadas).

La emigración es hoy reconocida como un derecho humano fundamental pero la inmigración no lo es aún. Es comúnmente aceptado el hecho de que los Estados deben permitir a sus ciudadanos dejar su territorio natal si así lo desean. Caso de que no se permita se considera un régimen tiránico. Sin embargo, no se pone en tela de juicio el que, al mismo tiempo, los modernos Estados impidan la libre entrada de terceros (especialmente a trabajadores) o lo hagan pero con grandes limitaciones. A efectos prácticos, un individuo que tenga derecho teórico a abandonar su país pero que no sea aceptado por ningún otro país ve violado de facto su derecho a emigrar. Por tanto, emigración e inmigración son dos caras de la misma moneda y se complementan inextricablemente.

Hoy día, dado el actual estado de cosas, desde planteamientos liberales es necesario el reconocimiento de una deseable libertad de movilidad laboral internacional para lograr un acercamiento más ético y lógico al fenómeno de la inmigración y a sus controles fronterizos.

Las restricciones a la movilidad laboral, tanto si es intranacional como si es internacional, son difíciles de reconciliar con la perspectiva liberal de igualdad ante la ley y de libertad (que no igualdad) de oportunidades. Cosa completamente diferente es si selecciona a los pacíficos y laboriosos sin antecedentes penales en detrimento de los migrantes que sí tengan ya un registro criminal o pertenezcan a organizaciones terroristas o criminales. Eso es una actitud justificable y ética.

Para precisar un poco más la libertad de movilidad laboral, conviene distinguirla de la libertad de la inmigración propiamente dicha. Aunque son semejantes no son iguales ya que el concepto de inmigración va generalmente ligado a la residencia permanente, a las prestaciones sociales, a la obtención de la nacionalidad y a los derechos políticos que van asociados a esta última por lo que acaba confundiéndose lo que es un derecho prima facie de lo que no lo es. Por lo tanto hay que delimitarla. Dicha libertad de movilidad laboral internacional la entiendo como un derecho fundamental que se refiere exclusivamente a la libertad de desplazarse para trabajar en un territorio diferente al país de origen de uno en un marco de cooperación voluntaria entre empleador y trabajador. Sin ningún otro derecho más asociado que no sean los derechos fundamentales básicos de la persona y con la consiguiente obligación de respetar las normas básicas del país de acogida.

Intentar ir más allá de la libertad de mera movilidad laboral internacional, desencadena reacciones hostiles hacia el inmigrante y, a la postre, le perjudica. El Estado del bienestar no ha sido nunca ni será un imán poderoso para la inmigración. Las fuerzas para emigrar son otras. A pesar de que en un primer momento la derrochadora distribución estatal de las socialdemocracias modernas y su forma de cooperación coactiva parezcan favorecer al inmigrante, en el fondo le dañan. Son como el abrazo del oso; le acaban ahogando.

Efectivamente, el efecto excluyente de regulaciones laborales proteccionistas y de las ayudas sociales distorsionan los incentivos a trabajar no sólo de los nacionales sino también de los inmigrantes o la de sus hijos, creando apatía y frustración. Los efectos destructivos de los subsidios del Estado del bienestar sobre los inmigrantes se pueden comprobar al convertirles en no pocas ocasiones en permanentes clientes de un aparato social que, tal y como describe acertadamente Mauricio Rojas, los mantienen en lo que de hecho es una exclusión subsidiada, que inexorablemente va destruyendo su potencial creador y su dignidad. A veces los inmigrantes acaban rebelándose contra esa situación asfixiante.

Ver, si no, lo ocurrido en los suburbios de las ciudades de Francia en 2006 o, más recientemente, en los de Suecia del pasado año. Esto puede dar pie a reacciones de carácter también violento por parte de los autóctonos. No es la inmigración, sino las consecuencias del intervencionismo político lo que está alimentando la xenofobia. Si existiera una libertad de movilidad laboral internacional bien asentada –y delimitada- que fomentara la responsabilidad del migrante y el aprovechamiento de sus ventajas, esos episodios probablemente no se darían con tal virulencia.

No olvidemos que buena parte de las poblaciones de las democracias modernas está en contra del libre comercio y de las importaciones de productos procedentes de otros países, pese a sus innegables beneficios. Afortunadamente han acabado por imponerse parcialmente. Confío que, con el tiempo, suceda algo similar con respecto a la libre movilidad laboral de los habitantes de otras naciones para que se les abran las múltiples oportunidades que ofrecen los mercados de los países prósperos. Para beneficio de ellos mismos pero también de las sociedades de acogida.

Para ello es importante que dicho derecho se separe de los derechos sociales de segunda y de tercera generación, de la adquisición de nacionalidad y de todo lo que ello traiga consigo. Es un derecho demasiado fundamental como para que quede de facto saboteado por culpa de querer adosarle, aun con toda la buena intención, otros derechos no tan fundamentales.

Álvaro Vargas Llosa nos explica en su imprescindible libro Global Crossings que la inmigración es simplemente el derecho a trasladarse, vivir, trabajar y morir en un lugar diferente a aquél en que uno nació; es decir, la victoria de la elección sobre el azar. Facilitar o, más bien, dejar de obstaculizar todo lo posible la libertad de movilidad laboral a través de las fronteras sería un paso muy significativo hacia una humanidad más próspera, libre y responsable.


Este comentario es parte de una serie acerca de los beneficios de la libertad de inmigración. Para una lectura completa de la serie, ver también I,  IIIIIIVVVIVIIVIII y IX.

Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!


Añadir un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Más artículos

Populismo fiscal

Cómo la política impositiva del gobierno de Pedro Sánchez divide y empobrece a la sociedad española El nuevo informe del Instituto Juan de Mariana evalúa la deriva de la política