La demanda de mano de obra extranjera no decae desde que existen esas leyes migratorias; por el contrario, aumenta cada año.
Debido a la ley de los vasos comunicantes, existen grandes fuerzas en las sociedades humanas que tienden a un cierto equilibrio entre la oferta y la demanda laboral entre los diferentes países pese a existir fuertes barreras administrativas en dicho proceso. Las zonas de alta productividad en el planeta son verdaderos imanes de los movimientos migratorios. Podemos incluso considerar que un país está relativamente sobrepoblado si la misma cantidad de capital y de trabajo es menos productiva allí que en otra nación. Reducir la sobrepoblación significa en términos económicos reducir esta desproporción.
Es por eso que las leyes de inmigración restrictivas de los modernos Estados están permanentemente cuestionadas por la realidad económica y por la globalización. Si su finalidad era impedir la inmigración descontrolada han fracasado. Los inmigrantes ilegales se cuentan por decenas de millones. Han conseguido que personas generalmente trabajadoras y cumplidoras con la ley se conviertan en “ilegales”. Esto incluye a empleados y empleadores cuyo único “crimen” es desear trabajar, unos, y contratar, otros, en una determinada jurisdicción política para su mutuo beneficio.
La demanda de mano de obra extranjera no decae desde que existen esas leyes migratorias; por el contrario, aumenta cada año. El meollo de la situación es que los canales legales existentes son muy escasos para permitir le entrada legal y normalizada de trabajadores migrantes que quieren venir a llenar esa brecha. El resultado lógico de este cuello de botella es un incremento de la inmigración ilegal y las patologías de mercado negro que la acompañan, la cultura subterránea del fraude, la impunidad de los abusos, los miles de muertes en mar o en desiertos. También ha supuesto la alteración del flujo tradicional de migración circular entre países en la que apenas hay ya movimiento de retorno, la llegada de inmigrantes haciéndose pasar por turistas y la indistinción entre inmigrantes y refugiados.
La inmigración ilegal solo puede existir en tanto en cuanto haya países que restringen (en mayor o menor medida) la entrada de inmigrantes. Si las fronteras nacionales facilitaran su traspaso (con los necesarios controles de seguridad), la inmigración ilegal quedaría muy mermada.
Salvando las distancias, es similar a lo que ocurre con la lucha contra las drogas: cada vez los Estados se gastan más presupuesto y derrochan más medios de los contribuyentes para combatirla pero su consumo ilegal no deja de crecer en el mundo entero cada año que pasa. Se admiten los fracasos pero rápidamente piden más dinero y poder estatal para corregirlos. Esa guerra se está perdiendo.
De igual modo, por muchas patrullas fronterizas que se contraten, por más barreras o concertinas barbadas que se pongan, por más que aumenten las partidas presupuestarias para el control o deportación de los ilegales su número no deja de aumentar. Es sencillamente imposible detener la inmigración; tan solo la que pudiera ser legal o autorizada se ha transformado en ilegal.
El deseo de moverse desde una región de baja productividad hacia otra de alta productividad es la razón esencial de los desplazamientos migratorios. Es una de las libertades más profundas del ser humano. Nada ni nadie lo va a impedir. Es necesario, por tanto, acercarse al asunto de la inmigración de una forma más juiciosa.
Los encargados de hacer política pública en este tema se enfrentan a tres posibles opciones en respuesta a la existencia creciente de la inmigración ilegal: (1) reforzar aún más los controles y los gastos hasta límites insospechados, (2) aceptar el presente statu quo o bien (3) la opción que proponen los liberales, esto es, curar el fallido sistema de inmigración actual y permitir la legalización ordenada de muchos más trabajadores que los actuales (ver propuestas en estos enlaces: aquí y aquí).
Dado que la primera opción nos llevaría de cabeza al mayor Estado policial conocido hasta ahora en las actuales naciones democráticas y que la tercera corre el riesgo de pasarle factura en las elecciones a cualquier gobierno que la propusiera (pues es todavía predominante el ánimo anti-inmigración en buena parte de la población), me temo que tendremos el actual statu quo para rato pese a dar sobradas muestras de su descalabro e irracionalidad.
De tanto en tanto, los gobiernos anunciarán restricciones y cuotas para calmar a su atemorizado electorado a sabiendas de que la inmigración ilegal no dejará de crecer, salvo cuando se entra en recesión en la que el flujo migratorio se detiene o ralentiza por sí solo.
La tendencia, pues, es que los inmigrantes ilegales vayan en aumento. Dar por sentado esto como si fuera una fatalidad irremediable es un verdadero disparate ya que está en manos de los gobiernos reducir su número mediante su legalización. Ésta traería a la superficie un enorme mercado subterráneo, permitiría a los productores contratar más fácilmente y ampliar sus márgenes empresariales y su capitalización; mejoraría la productividad y, por ende, los sueldos de los nativos y también de los trabajadores extranjeros porque la ampliación de la división del trabajo y la suma de intercambios y esfuerzos conjuntos benefician a la larga al conjunto de la sociedad. El inmigrante legalizado invertiría en su propia formación y, finalmente, liberaría recursos y personal para la lucha contra el terrorismo y otros delitos graves con víctimas en el país de acogida (por cierto, los inmigrantes podrían también aportar su trabajo y conocimiento para colaborar en ello).
Debido a que los gobiernos temen los cambios de gran calado, tienen pocos incentivos en reformar el disfuncional sistema migratorio actual. Sería bueno considerar el acercamiento mucho más sensato que los liberales proponemos en torno a la inmigración que no es otro que el ensanchar lo más posible los diversos cauces de su legalización, descentralizar el otorgamiento de los visados de entrada y residencia en unidades administrativas lo más pequeñas posibles (mayor diversidad de jurisdicciones compitiendo por capital y residentes) e, incluso, vender los visados que terminaría tanto con intermediarios mafiosos pagados por los inmigrantes como con mastodónticas burocracias disfuncionales pagadas por los contribuyentes. Todos saldríamos ganado.
Sin embargo, me temo que se seguirán manteniendo por décadas los mismos errores que estamos sufriendo desde hace tiempo en relación con las políticas de inmigración. No siempre fueron así de restrictivas ni mucho menos; entre 1850 y 1914 alrededor de 55 millones de europeos fueron al Nuevo Mundo y Australia a bordo de buques de vapor; esta era de migración masiva fue absorbida sin graves incidencias por ambos continentes pese a estar sus sociedades de acogida de entonces mucho menos preparadas y capitalizadas que ahora.
Cuando se constate que cada año que pase el número de ilegales se multiplica sin remedio, sólo habrá un responsable: los gobiernos centrales, no le quepa duda.
Este comentario es parte de una serie acerca de los beneficios de la libertad de inmigración. Para una lectura completa de la serie, ver también: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII, XXVIII, XXIX, XXX, XXXI y XXXII.
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