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Intuiciones

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Todos estamos dotados genéticamente con unas facultades cognitivas basadas en intuiciones primordiales. Son las herramientas con las que abordamos el entorno y nuestras relaciones. Disponemos de una moralidad, una física o una economía intuitivas que nos han permitido medrar en la carrera evolutiva pero que en ocasiones suponen un lastre. Y es que nuestro cerebro, equipado por la adaptación evolutiva para sobrevivir en el pleistoceno tardío (comienzos del holoceno), afronta, a menudo conflictivamente, las paradojas de la ciencia y la vida moderna al no haber sido dotado con herramientas para comprenderlas intuitivamente.

El hombre es un animal moralista al que "el proceso amoral y sin dios de la selección natural" (Pinker) equipó con un refinado y, tal vez, excesivo sentido moral, el moral sense que ya vislumbrara Darwin con acento menos materialista. Y es que tal "sentido moral es un dispositivo […] cargado de singularidades, proclive al error sistemático –a las ilusiones morales, por así decir–, igual que nuestras otras facultades".

La moralidad es una facultad mental y como tal puede explicarse por una combinación de factores biológicos (genes) y culturales (memes). En esta complementariedad encontramos una explicación a la diversidad de normas con las que diferentes grupos e individuos regulan sus relaciones. Tales normas morales favorecerán aquellos valores que se destaquen por su mejor función adaptativa a un nicho biocultural dinámico.

La complementariedad sobre la que se edifica la moralidad humana, que también se reconoce en el resto de facultades cognitivas que nos definen y diferencian como humanos, nos permite reconocer la existencia de una evolución cultural; un hecho que se hace más evidente a medida que el progreso tecnológico, por otro lado, una faceta cuantificable de ese proceso evolutivo, facilita la comunicación entre individuos y los grupos en los que se integran.

Desde la perspectiva que da esa complementariedad se advierte que, si bien, para explicar el surgimiento y desarrollo de la moralidad, no debemos perder de vista su fundamento darwiniano, tampoco podemos descuidar los factores culturales intervinientes. Elliot Sober y David Sloan Wilson lo explican de la siguiente manera:

Incluso grupos genéticamente idénticos pueden diferir profundamente a nivel fenotípico a causa de mecanismos culturales, y esas diferencias pueden ser heredables en el único sentido relevante para el proceso de selección natural. El hecho de que la cultura pueda proporcionar por sí misma los ingredientes requeridos para el proceso de selección natural da a la cultura el estatus que los críticos del determinismo biológico no han dejado de subrayar.

Llegados a este punto pareciera que el ser humano está doblemente subyugado por el determinismo, que la conciencia que reverbera en las paredes de su cráneo no sólo es una ilusión, que lo es, un truco que aprendimos de nuestra observación de los otros hace millones de años, sino que ni siquiera es responsable de las decisiones que hacemos nuestras. Sin embargo, como explica Paco Capella:

Los seres humanos no se limitan a comportarse según normas morales, sino que son capaces de reflexionar sobre las normas de comportamiento que la moralidad sentida íntimamente les sugiere, y también pueden expresar estas normas mediante el lenguaje, comunicarlas, discutirlas con los demás e intentar persuadirles de la conveniencia o inadecuación de ciertas acciones. El análisis racional de la moralidad abre la posibilidad de la ciencia ética.

Una ética que "investiga normas universales adecuadas", derechos naturales entendidos como artilugios humanos contingentes sí, pero no arbitrarios que servirán como marco normativo básico necesario para que cada uno, apiñados junto a muchos otros en ordenes sociales extensos y complejos, podamos desarrollar el guión de nuestra "felicidad".

Estos derechos naturales deberán ser correctamente formulados mediante leyes cuya bondad podrá testarse empíricamente. Como señala Randy Barnett, en el caso más extremo, observando la dirección que siguen los refugiados. Y es que no debemos olvidar que estos derechos naturales, que podemos resumir en uno, la libertad, la libertad humana, son más jóvenes que la especie (parafraseando a Dan Dennet), y siguen su curso evolutivo en un ambiente cultural condicionado por decisiones políticas que pueden acabar con ellos. Y es que la evolución cultural no sólo es mucho más rápida que la biológica (más aún, al contrario de lo que sucede con las adaptaciones biológicas, las adaptaciones culturales complejas no aparecen gradualmente), sino también mucho más vulnerable. Ambas afirmaciones parecen hoy día más evidentes que hace cien años.

Las mismas facultades cognitivas que han posibilitado el "descubrimiento" de la ética, la ciencia de los derechos naturales, pueden mostrar su reverso más tenebroso. Piensen, por ejemplo, en el tremendo esfuerzo propagandístico que Al Gore está orquestando por todo el mundo. Digerimos fácilmente sus mensajes catastrofistas y le resulta sencillo ocultar las consecuencias de los consejos que propala en sus conferencias (más y más Kyoto). O el empeño de Greenpeace en acabar con los cultivos transgénicos que han sacado del hambre a millones de personas. Piensen en Hugo Chávez, en el éxito demoledor que incluso en círculos intelectuales (o precisamente por ser tales) consigue su "revival" tribal-socialista.

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