¿Y si el problema es la existencia del poder político: la potestad de unos para imponer decisiones por la fuerza a los demás?
Imaginemos un reino gobernado por un rey llamado Carl el Incompetente. El monarca tiene buenas intenciones y quiere que todo el mundo viva lo mejor posible. Lamentablemente es ignorante, negligente e irresponsable; no piensa detenidamente lo que hace y toma decisiones caprichosas y viscerales sin detenerse a analizar sus consecuencias. Defiende con vehemencia políticas que no están basadas en la evidencia simplemente porque tienden a reforzar su imagen pública. En consecuencia, sus súbditos no logran convivir en paz, prosperar económicamente ni vivir una buena vida debido a las malas decisiones impuestas por el bienintencionado aunque incompetente monarca. ¿Sería justo estar sometido al gobierno del rey Carl? Sería razonable pensar que no. Pero, ¿y si quien nos impusiera decisiones igualmente disparatadas e irracionales no fuera un monarca sino un cuerpo electoral de millones de personas? ¿Sería un sistema más justo?
Una respuesta inmediata podría ser ‘sí’: al fin y al cabo, el primer sistema es una monarquía absoluta y el segundo una democracia. En la actualidad existe un extenso consenso social que considera que la democracia, al contrario que la monarquía, es per se un sistema legítimo. Sin embargo, como vimos en el artículo anterior, el filósofo estadounidense Jason Brennan se ha propuesto desmontar este “triunfalismo democrático” en su último libro: Contra la Democracia.
Brennan plantea que hay dos formas de justificar la democracia: de manera procedimental o instrumental. “El procedimentalismo sostiene que ciertas formas de distribuir el poder son intrínsecamente justas o injustas, o que son buenas o malas por sí mismas”. Sin embargo, el instrumentalismo mantiene que “lo que justifica una distribución de poder o un método de toma de decisiones es que, al menos en parte, esta distribución o método tienda a seleccionar las respuestas correctas”.
En el artículo anterior vimos que Brennan, tras analizar los distintos argumentos que suelen emplearse para justificar la democracia sobre una base procedimentalista, bien por ser un fin en sí misma o por lo que simboliza, concluye que dichos argumentos no se sostienen. En consecuencia, la democracia sólo podría justificarse sobre la base de su valor puramente instrumental: “La única razón para preferir la democracia sobre cualquier otro sistema político sería si es más eficaz a la hora de producir resultados justos, de acuerdo con criterios de justicia independientes del procedimiento”.
Según Brennan, la democracia podría justificarse si no hay otro sistema político que produzca mejores resultados, pero si alguno genera resultados algo mejores tendríamos que adoptarlo. La pregunta que surge a continuación es obvia: ¿Es la democracia el sistema político que produce mejores resultados? ¿Existe otro que produzca resultados mejores? Jason Brennan dedica buena parte de su libro a analizar a fondo cómo funcionan nuestras democracias.
En nuestra vida cotidiana, tenemos incentivos a estar informados y a tomar decisiones racionales sobre las cosas que nos afectan directamente. Por ejemplo, nadie piensa que beber cianuro en lugar de agua o cruzar sin mirar por la autopista son buenas ideas; y si alguien lo piensa, lo hará durante poco tiempo. Sin embargo, la gente puede tener las ideas más disparatadas sobre las cosas que no tienen consecuencias directas sobre su vida. Por ejemplo, durante miles de años la mayoría de la población creía que la Tierra era plana sin que ello tuviera ningún efecto negativo sobre sus vidas.
La democracia tiene de inicio un problema: las acciones del gobierno tienen consecuencias directas muy relevantes sobre la vida de las personas, pero el voto individual de cada ciudadano no tiene ninguna relevancia en la resultado final de unas elecciones. Si en las últimas elecciones se hubiera quedado en casa, no hubiera cambiado nada. Por tanto, el ciudadano no tiene ningún incentivo para estar debidamente informado, para estudiar las extensas materias que hay que dominar para tomar decisiones en todos los campos de gobierno, o para evaluar sin sesgos las consecuencias de sus ideas. Sí tiene incentivos, en cambio, para creerse teorías falsas o sostener ideas disparatadas si así proyectan una determinada imagen pública o les permite tener un sentimiento de pertenencia a un grupo. Quien cree que el comunismo funciona o que el comercio es perjudicial no sufre por ello efectos negativos directos, pero sí le permite presumir de ser solidario y comprometido con la sociedad. La Escuela de la Elección Pública advierte, por estos motivos, que en una democracia es a priori racional mantenerse ignorante en los asuntos que conciernen al gobierno.
Jason Brennan no sólo señala que es esperable que en una democracia los votantes no estén bien informados. También repasa la literatura científica que recoge décadas de datos al respecto y llega a una clara conclusión: “Los resultados son deprimentes”. La inmensa mayoría de los votantes son más ignorantes, más irracionales y cometen más errores sistemáticos de lo que cabría esperar. No es que desconozcan datos concretos o teorías complejas; es que desconocen información básica, como a quién están votando o a qué se destina mayoritariamente el gasto público.
Existen teorías que admiten que la teoría de la ignorancia racional es correcta, pero afirman que se corrige por un efecto agregación. Jason Brennan analiza y refuta las principales teorías que defienden esta corrección. Por ejemplo, el “milagro de la agregación” sostiene que la ignorancia de los votantes no afecta al resultado porque los errores se cancelan entre sí, permitiendo que los pocos votantes informados sean quienes deshagan el empate. El problema es que esta teoría sólo sería correcta si los errores de los votantes fueran aleatorios e independientes entre sí. Sin embargo, como estudia Bryan Caplan en El mito del votante racional, los errores no son aleatorios, sino que presentan sesgos sistemáticos: los votantes optan de manera persistente por ciertas políticas perjudiciales y son sistemáticamente malos a la hora de elegir a candidatos competentes y honestos. Además, tienden a escoger el sentido de su voto, no de forma independiente, sino influidos por familiares, amigos o personajes públicos.
¿Mejoraría el resultado en la toma de decisiones democráticas si se incentivara a los ciudadanos a aumentar su participación y deliberación política? Brennan analiza si es cierto lo que dijo en una ocasión John Stuart Mill: “Mill afirmaba que la participación política haría a la gente más sabia, más preocupada por el bien común, más educada y más noble”. Sin embargo, la literatura científica recogida en el libro no apoya en absoluto esta postura. “La evidencia muestra que la deliberación política tiende a hacernos más estúpidos y corruptos; nos hace peores, no mejores”. Las personas que están muy involucradas en el debate político son menos ignorantes, pero no toman mejores decisiones, ni más sosegadas, ni menos sesgadas que la gente que participa menos, sino que se vuelven hooligans de un color político y aumentan su sesgo de confirmación. Sucede como con los fans de un equipo de fútbol: ver más partidos hace que adquieran más información, pero no hace que sean más imparciales y justos a la hora de opinar. Más bien al contrario.
Brennan afirma que hay tres arquetipos de votante. Los hobbits son ignorantes, tienen poco interés por participar en el debate político y cambian de idea con facilidad y con poco criterio; los hooligans participan mucho en el debate político y son menos ignorantes, pero son tribales, tienen ideas muy sesgadas y son tan malos como los hobbits a la hora de sostener ideas que resulten en mayor prosperidad para el conjunto de la sociedad; por último, están los vulcanos, que son aquellos votantes que dedican mucho esfuerzo en informarse, ponderan sus decisiones de manera sosegada, imparcial y sin sesgos, y basan sus decisiones en la evidencia empírica. El único problema de los vulcanos es que no existen. Sólo son un ideal que en la práctica es difícilmente compatible con la naturaleza humana. Y, según explica Brennan, los votantes se dividen a partes iguales entre hobbits y hooligans. La participación y deliberación política lo único que hace es transformar hobbits en hooligans.
Veíamos en el artículo anterior que Brennan considera que todos tenemos derecho a que nadie nos imponga decisiones tomadas de manera incompetente. Formula lo que denomina el ‘principio antiautoridad’: “Cuando algunos ciudadanos son poco razonables, ignorantes o incompetentes sobre política, está justificado no permitirles ejercer poder políticos sobre otros”. De ese principio el filósofo estadounidense deduce la alternativa política contra la que compara los resultados de la democracia: la epistocracia.
La epistocracia se refiere de manera general al gobierno de los sabios o de los competentes. El sistema político que proponía Platón, en el que gobernaba el “rey filósofo”, es una forma extrema de epistocracia. Pero Brennan propone otras alternativas, como por ejemplo un sistema que impida votar a quienes no sean capaces de aprobar un examen básico de conocimientos y competencias; un sistema en el que todos votan pero no todos los votos tienen el mismo peso; un sistema en el que votan sólo personas seleccionadas al azar, pero que tienen que superar un curso de conocimientos y competencias básicas de política; o un sistema en la que las decisiones se toman por sufragio universal pero en el que un cuerpo epistocrático tiene poder de veto. La pregunta es, ¿funcionaría mejor una epistocracia que una democracia?
La respuesta a esta pregunta no es concluyente. Por un lado, Brennan asume que existen razones para pensar que la epistocracia generaría mejores resultados. Sin embargo, no hay datos fiables ni suficientes que apoyen dicha tesis, sencillamente porque no hay experiencia de sistemas epistocráticos. Sí hay evidencias, que estudia Brennan en el libro, de que la democracia produce mejores resultados que otros sistemas que sí se han probado: monarquías absolutas, dictaduras o teocracias. Hoy en día los países con mayor prosperidad y bienestar del mundo del mundo tienden a ser democracias liberales, aunque hay excepciones y el hecho de que sean democracias liberales no es condición suficiente. Pero no existe suficiente evidencia que compare las democracias con los sistemas epistocráticos.
Contra la democracia es un libro estimulante, bien escrito y que incluye ideas muy interesantes. Sin embargo, no es una obra que deje la argumentación cerrada, sino que propone unos planteamientos que quedan para posterior estudio y análisis. El propio autor admite que no puede concluir sobre la epistocracia sea mejor que la democracia, más allá de la especulación razonable del resultado que se obtendría. Además, es probable que el lector no pueda evitar que le surjan serias objeciones y dudas sobre importantes puntos del planteamiento de Brennan. En primer lugar, la epistocracia tal vez sea capaz de hacer que los votantes sean menos ignorantes respecto a datos objetivos y fáciles de medir, pero no queda claro que sea capaz de resolver la irracionalidad, los sesgos y la imparcialidad de los votantes.
Tampoco queda claro cómo pueden obtenerse criterios objetivos y universales que permitan evaluar si los resultados de las decisiones son correctas o justas. ¿Cómo podemos asumir que podemos valorar de manera objetiva si las propuestas liberales, socialdemócratas, socialistas o fascistas son o no correctas, si sólo esa discusión es un continuo campo de batalla ideológico en el que no existe prácticamente ningún consenso? Además, el mero hecho de acordar los requisitos mínimos para poder tener poder político en una epistocracia es ya una discusión que no parece tener fácil solución.
En conclusión, Jason Brennan demuestra que la democracia funciona de manera muy deficiente, pero no logra demostrar, en mi opinión, que un sistema alternativo de distribución del poder político supere los problemas de la democracia. Deja el autor la puerta abierta a una pregunta más profunda: ¿Y si el problema es la mera existencia, o el alcance, del poder político, esto es, de la potestad de unos para imponer decisiones por la fuerza a los demás? ¿Qué justifica el poder político en primer lugar? El propio autor admite que la respuesta a esa pregunta, si bien es muy relevante, no entra dentro del ámbito de discusión del libro. Es una pena, pues sin abordar ese asunto la argumentación se queda coja.
4 Comentarios
La pregunta final es la X a
La pregunta final es la X a despejar.
Ya está despejada: nada
Ya está despejada: nada justifica el poder político. La prueba empírica de esto es que damos por buena la democracia en realidad sólo por su relativa mejor eficacia conocida a la hora de repudiar el poder político
Me acuerdo una vez que Hoppe
Me acuerdo una vez que Hoppe dijo que si se celebraran unas votaciones mundiales democráticas ganarían siempre los votantes indios y chinos si votaran todos a lo mismo aunque cada vez votaran a uno. No sé, es curioso esto.
Creo que las democracias se necesitan y se desean más cuanta más gente hay en los países. Otra cosa es la funcionalidad…
La democracia tiene muchos
La democracia tiene muchos padres y muchas definiciones. Uno de los orígenes de la democracia moderna está en los Puritanos ingleses, a quienes no les hacía ninguna gracia el comercio ni el dinero (Mammon). En eso no se distinguían de los filósofos paganos griegos. Todo despilfarro es pecado y todo pecado es un crimen. Hay cierta corriente democrática, que sigue viva en ecologistas y en científicos de renombre, por la cual se considera como maligna cualquier acción que no esté expresamente permitida por la Autoridad, y tales acciones deben ser perseguidas y erradicadas, por el bien de la comunidad (tabaco, vasos grandes de coca-cola llenos de azúcar, grasas saturadas, alcohol y cáñamo, colores vivos en la ropa, plásticos, electricidad, combustibles, etcétera.) Pero como estos demócratas no tienen creencias místicas, no hay problema y casi nadie se queja.
Lo peor es que los pocos que se atreven a decir la verdad y acusar a los demócratas de caer (y arrastrarnos) en los mismos errores, acaban copiando el lenguaje de estos impíos, malvados e ignorantes. Dando por buenos ciertos conceptos, que es lo que se hace cuando se deja sin criticar alguna de las maldades de los demócratas, se pierde fuerza y se acaba haciendo el ridículo, como le ha pasado a Jason Brennan.