Estaban en la mente de quienes les conocían bien, pero han emergido del olvido dos cartas enviadas al diario londinense The Times en octubre de 1932 y firmadas por John M. Keynes y por Friedrich Hayek, respectivamente. En ninguno de los casos sus firmas estaban solas. El primero se rodeó de la firma de D. H. MacGregor, A. C. Pigou, Walter Layton, Arthur Salter y J. C. Stamp, mientras que Hayek firma junto con T. Gregory, Arnold Plant y Lionel Robbins. Las cartas, enviadas al editor del diario británico, están escritas en plena crisis económica, con desempleo del trabajo y de bienes de capital.
La segunda, escrita desde la London School of Economics (LSE) de Lionel Robbins, está motivada por la publicación, dos días antes, de la carta de Pigou y Keynes. Expresan, de forma concisa y clara, dos visiones muy distintas de la producción y de la crisis económica. Son un pequeño debate que todavía sigue dándose, 68 años más tarde.
Keynes y demás, en su carta del 17 de octubre, parten de la idea de que cualquier contracción en la demanda profundiza la crisis. Ponen el siguiente ejemplo: “Un terrateniente que gasta 500 libras menos de lo habitual en amenidades y destina esas 500 libras a la construcción de un granero o una casa de campo o el hombre de negocios que renuncia a ciertos lujos de modo que pueda adquirir nueva maquinaria para su molino, simplemente está transfiriendo recursos productivos de un uso a otro”. Como les señalan los autores de la LSE, “parecen mantener que es indiferente, por lo que se refiere a las perspectivas de una recuperación, si el dinero se invierte en consumo o en inversión real”. Lo importante es que se produzca ese gasto. Pues como explican Keynes et al, si una persona restringe su consumo y “permite que los frutos de su ahorro se acumulen en los balances de su banco o en la compra de una acción ya emitida, los recursos nuevamente liberados no encontrarán un hogar que les acoja”.
Se dirá que el ahorro se dirige a la inversión, pero ellos responden de antemano que, “en las presentes condiciones, su entrada en la inversión está bloqueada por una falta de confianza. Es más, la constricción del consumo privado intensifica este bloqueo, pues desincentiva todas aquellas formas de inversión (factorías, maquinaria y demás) cuyo último objetivo es hacer bienes de consumo”. El resultado, con estas bases, no puede ser otro: “En lugar de permitir que la fuerza de trabajo, la maquinaria y los transportes se redirijan a usos diferentes y más importantes, los condena al desempleo”.
Hayek acaba de publicar Precios y producción, que todavía en 1932 supone un éxito resonante en la LSE, muchos de cuyos profesores se suman a las tesis de Hayek. Ronald Coase, que luego iría a los Estados Unidos, enseñaba macroeconomía en aquél país nada más llegar sobre la base de ese libro. En Precios y producción, Hayek parte de la teoría del capital de Menger y, sobre todo, de Böhm-Bawerk, que describe la producción como una sucesión de etapas, unas más cercanas al consumo que otras, todas encaminadas a llegar al consumo en un futuro más o menos cercano. Mientras, en Cambdridge y Oxford, desde donde está escrita la otra carta, prácticamente se piensa que la inversión depende directamente del consumo. No piensan en una estructura temporal alargada. Por ello, cualquier restricción en el consumo supone también un condicionante para la inversión. En la visión de Hayek, ese ahorro libera recursos de las etapas más cercanas al consumo, pero provee de los medios necesarios para que éstos se destinen a las etapas más alejadas. Por eso, dicen en su carta que “nosotros, por el contrario, creemos que una de las principales dificultades del mundo estos días es una deficiencia en la inversión; una depresión de las industrias que fabrican una extensión del capital, más que de las industrias que fabrican directamente al consumo. Por consiguiente, consideramos que una revitalización de la inversión es particularmente deseable”. Mientras que Pigou y Keynes y demás creen que esa inversión es ilusoria si se restringe el consumo.
Los de Cambdridge y Oxford llevan el argumento desde el consumo individual al consumo público, aunque ellos mencionan sólo el gasto municipal. “Si los ciudadanos de una localidad desean construir una piscina o una biblioteca o un museo, ellos no promoverán un mayor interés nacional si renuncian a hacerlo. Serán “mártires por error” y, en su martirio, estarán perjudicando a otros, tanto como a si mismos. Por medio de su buena voluntad mal dirigida, la creciente ola de desempleo se elevará aún más”. Puede parecer una opinión ingenua, pero es la que ha llevado a España a dos sucesivos Plan E que han consumido una ingente cantidad de dinero público sin apenas provecho. Los autores de la LSE sugieren que el gasto público es más bien improductivo y que la deuda pública impone mayores restricciones a la recuperación que la privada, aunque no precisan si el motivo es el previsible aumento de impuestos, u otro. Y señalan al levantamiento de las restricciones al comercio y al movimiento del capital como el camino más certero para iniciar una recuperación.
Este debate tiene vigencia, y no sólo por lo que hemos visto en Plan E, sino por que las llamadas a aumentar el consumo para coadyuvar a la recuperación son constantes. Hoy no se hacen llamadas al patriotismo de los consumidores, como Keynes y demás, pero el sentido de muchos mensajes es exactamente el mismo. Ninguna de las dos cartas le hace justicia a la función económica del atesoramiento, pero ese debate parece haber perdido importancia. En cualquier caso, es Keynes contra Hayek otra vez, y sigue siendo de actualidad.
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